martes, 23 de junio de 2020

Los sonidos del Cosmos - Manuel de León

3.1
Los sonidos del Cosmos.
La armonía de los mundos.





Saw me climbing to the top of the hill
You saw me meeting with the fools on the hill
Learned my lesson and I had my fill
Learnt it all in vain
Went through it all again
Now I'm back on the top again

Back On Top. Van Morrison



Hubo un tiempo en que los cielos eran perfectos. El mundo creado, según Platón, por el demiurgo usando triángulos (la escuadra y el cartabón) estaba formado por los cuatro elementos: los sólidos platónicos (cubo, tetraedro, icosaedro y octaedro) se correspondían con los cuatro elementos (la tierra, el fuego, el agua y el aire). Y los cielos se construían con la quintaesencia, el dodecaedro.

Ese cielo perfecto de los griegos veía como los cinco planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) describían sus órbitas circulares alrededor de la Tierra sobre el fondo de estrellas fijas. Pero esa perfección comenzó a resquebrajarse. ¿Cómo justificar los avances y retrocesos de los planetas? El modelo geocéntrico fallaba, y el parche fue el invento de los epiciclos, extraños movimientos circulares respecto a no menos extraños puntos en el espacio. A pesar de la cada vez mayor complejidad para explicar la armonía planetaria, el modelo de Ptolomeo se tambaleaba, aunque resistió siglos.

Nicolás Copérnico, en su obra De revolutionibus orbium coelestium, revolucionó el estado de los cielos, pero restauró el orden con su modelo heliocéntrico: el Sol, modelo del Dios creador como centro del universo, y los planetas orbitando como obedientes siervos a su alrededor. Estas eran las reglas del mundo:
(1) Los movimientos de los planetas se realizan en órbitas circulares, eternas. 
(2) En el centro de estas órbitas se halla el sol.
(3) Existe un fondo de estrellas fijas que no realizan ningún movimiento.
(4) Existen tres tipos de movimientos en la tierra: movimiento sobre sí misma (el movimiento de rotación), alrededor del Sol (la conocida traslación) y la inclinación anual del eje.
(5) La distancia Tierra-Sol es pequeña comparada a la distancia al firmamento de estrellas fijas.

El desafío de Copérnico era notable, contra una doctrina que sostenía la palabra escrita en la Biblia, en la que se cuenta cómo Josué había detenido el Sol sobre Gabaón para poder derrotar a sus enemigos luchando a la luz del día. “Eppur si muove”, dicen que exclamó Galileo cuando osó dudar de la pureza de los cielos y se le obligó a retractarse.

La armonía de los mundos celestiales fue defendida siglos más tarde por Johannes Kepler en su obra, Mysterium Cosmographicum, publicada en 1596. Propuso su modelo de Sistema Solar basado en los cinco sólidos platónicos (de nuevo, la magia matemática). Se incluían unos en otros, separados por esferas. Eran seis esferas que se correspondían a los seis planetas conocidos: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Para Kepler, la distancia entre los planetas -las denominadas esferas- eran proporcionales a los intervalos entre escalas musicales. Las esferas más cercanas producían los tonos más graves, mientras que las alejadas componían los agudos. Todas ellas, conformaban la armonía del universo.

A pesar de sus buenos deseos, Kepler, un devoto protestante, enunció sus tres leyes, que, por una parte, dictaban reglas sencillas para los movimientos de los cielos, pero que, a la vez, contenían el germen del caos que más tarde descubrieron los matemáticos, liderados por Henri Poincaré. Las tres reglas de Kepler eran estas:
1ª) Los planetas recorren órbitas elípticas. El sol se sitúa en uno de los focos de la elipse.
2ª) El área barrida por la recta imaginaria que une sol-planeta sobre la superficie de la elipse, es la misma en intervalos de tiempo iguales.
3ª) El cuadrado del período de la órbita de un planeta alrededor del sol, es proporcional al cubo del semieje mayor de la elipse, la denominada ley armónica.

A partir de estos postulados, Kepler redefinió al universo como instrumento musical. De forma semejante a la música de las esferas, ahora las velocidades angulares de cada planeta en la elipse, producían diferentes sonidos. En aquellas zonas de la elipse en que el movimiento es más rápido (es decir, en las inmediaciones del sol, si tenemos en cuenta la segunda ley de Kepler de barrido de áreas), se emiten los agudos. Existen intervalos musicales bien definidos atribuibles a diferentes planetas.

En su libro Harmonices Mundi, fue donde Kepler planteó que las velocidades angulares de cada planeta producían sonidos diferentes. Puesto que solo había seis planetas, seis melodías distintas eran generadas. Kepler representó las velocidades angulares en un pentagrama musical, en el que la nota más baja se correspondía a la del planeta más alejado. La relación entre pares de velocidades angulares es muy parecida a la relación entre intervalos musicales. Las diferentes combinaciones de intervalos musicales o velocidades angulares, daban lugar a cuatro acordes primordiales, que relacionó con el primer acorde de la creación del universo, y el final y destructor del mismo.


Kepler's Harmonices Mundi. 



En las propias palabras de Kepler: “El movimiento celeste no es otra cosa que una continua canción para varias voces, para ser percibida por el intelecto, no por el oído; una música que, a través de sus discordantes tensiones, a través de sus síncopas y cadencias, progresa hacia cierta predesignada cadencia para seis voces, y mientras tanto deja sus marcas en el inmensurable flujo del tiempo.”

La paradoja de esta historia es que los epiciclos habían sido una idea original de Apolonio de Pérgamo, el estudioso de las cónicas, hasta Kepler inútiles y bellos objetos matemáticos. Las cónicas (elipses, hipérbolas, parábolas) habían conocido una larga historia para librarse de su definición como secciones de un cono y convertirse en objetos algebraicos por la obra de Descartes, Jan de Witt y muchos otros matemáticos.

Los descubrimientos de Kepler pusieron los fundamentos para que el genio de Isaac Newton enunciara la ley de la gravitación universal, y juntamente con la mecánica apoyada en el cálculo diferencial, abriera nuevas perspectivas para apreciar el orden de un universo “escrito en lenguaje matemático”.

El universo pasó entonces a estar aparentemente controlado, y las leyes de la Mecánica Celeste fijadas, hasta el punto que cuando Napoleón, refiriéndose a su obra Exposition du système du monde, comentó a Pierre de Laplace: «Me cuentan que ha escrito usted este gran libro sobre el sistema del universo sin haber mencionado ni una sola vez a su creador», Laplace contestó: «Sire, nunca he necesitado esa hipótesis». El mundo era determinista y conocíamos sus ecuaciones: introducíamos los datos y ya sabíamos lo que iba a ocurrir en el futuro.

Pero la soberbia nunca es buena compañera de la ciencia, y la mecánica celeste naufragó cuando el rey Oscar II de Suecia decidió celebrar su 60 cumpleaños con un desafío matemático: “¿podemos establecer matemáticamente si el Sistema Solar continuará girando como un reloj, o es posible que, en algún momento futuro, la Tierra se salga de órbita y desaparezca de nuestro sistema planetario?”. Esta pregunta sobre la estabilidad de nuestro sistema solar intrigó a Poincaré. Su solución fue brillante, y ganó el premio, pero, desafortunadamente, contenía un error. Analizó este error una y otra vez y descubrió que pequeños cambios en las condiciones iniciales podían acabar en cambios enormes en la evolución dictada por las ecuaciones, a pesar de que estas fueran muy sencillas. Poincaré se había adelantado al descubrimiento del caos que haría años más tarde Edward Norton Lorenz. Si, el aleteo de una mariposa en Brasil puede provocar un tornado en Texas, o como decía Henry Miller, “el caos es la partitura en la que está escrita la realidad”.

¿Y dónde queda entonces la armonía de los mundos? Como afirmaba Lord Robert May, que llevó el caos a la biología: “Las matemáticas no son en última instancia ni más ni menos que pensar muy claramente sobre algo. Me gustan los rompecabezas, así que soy un matemático. No soy matemático puro porque no me gustan los problemas abstractos, formales. Me gustan los trucos y dispositivos. Soy esencialmente un matemático, pero en el sentido de que me gusta pensar en cosas complicadas, preguntarme qué simplicidades hay ocultas en ellas y expresarlas en términos matemáticos y ver a dónde me llevan de modo que pueda siempre comprobar los resultados.” Así que la armonía está en la simplicidad que enmascara lo complejo; las reglas son sencillas, las ecuaciones de las que partimos y que describen matemáticamente esa complejidad, también. Es exactamente lo que ocurre con la música, de una simple escala musical pueden salir las composiciones más bellas y complejas, desde la canción de Van Morrison que abre este artículo a las maravillosas sinfonías de Ludwig van Beethoven.

Cabe preguntarnos si habrá alguna manera experimental de escuchar la música celeste, porque ¿quién está seguro de que también la teoría musical del genial Kepler no pudiera ser corroborada? El reciente descubrimiento de las ondas gravitacionales nos indica que sí es posible escuchar al espacio, aunque quizás no sea tan armónico como nos gustaría.

Y aquí nos volvemos a subir a la colina, para reunirnos con los locos que buscamos un sitio elevado para contemplar la armonía de los cielos en una noche de verano. Y le digo al León de Belfast que no hay otro sitio mejor.


Manuel de León.
Doctor en Matemáticas.
ICMAT-CSIC y Real Academia de Ciencias.


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