Los sonidos del Cosmos.
La armonía de los mundos.
Saw me climbing to the top of the hill
You saw me meeting with the fools on the hill
Learned my lesson and I had my fill
Learnt it all in vain
Went through it all again
Now I'm back on the top again
Back
On Top. Van Morrison
Hubo un tiempo en que los cielos eran perfectos. El mundo creado,
según Platón, por el demiurgo usando triángulos (la escuadra y el cartabón)
estaba formado por los cuatro elementos: los sólidos platónicos (cubo, tetraedro,
icosaedro y octaedro) se correspondían con los cuatro elementos (la tierra, el
fuego, el agua y el aire). Y los cielos se construían con la quintaesencia, el
dodecaedro.
Ese cielo perfecto de los griegos veía como los
cinco planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno)
describían sus órbitas circulares alrededor de la Tierra sobre el fondo de
estrellas fijas. Pero esa perfección comenzó a resquebrajarse. ¿Cómo justificar
los avances y retrocesos de los planetas? El modelo geocéntrico fallaba, y el
parche fue el invento de los epiciclos, extraños movimientos circulares
respecto a no menos extraños puntos en el espacio. A pesar de la cada vez mayor
complejidad para explicar la armonía planetaria, el modelo de Ptolomeo se tambaleaba,
aunque resistió siglos.
Nicolás
Copérnico, en su obra De revolutionibus
orbium coelestium, revolucionó el estado de los cielos, pero restauró el
orden con su modelo heliocéntrico: el Sol, modelo del Dios creador como centro
del universo, y los planetas orbitando como obedientes siervos a su alrededor.
Estas eran las reglas del mundo:
(1) Los movimientos
de los planetas se realizan en órbitas circulares, eternas.
(2) En el centro de estas órbitas se halla el sol.
(2) En el centro de estas órbitas se halla el sol.
(3) Existe un fondo
de estrellas fijas que no realizan ningún movimiento.
(4) Existen tres
tipos de movimientos en la tierra: movimiento sobre sí misma (el movimiento de
rotación), alrededor del Sol (la conocida traslación) y la inclinación anual
del eje.
(5) La distancia Tierra-Sol es pequeña comparada a la distancia al
firmamento de estrellas fijas.
El desafío de Copérnico era notable, contra una
doctrina que sostenía la palabra escrita en la Biblia, en la que se cuenta cómo
Josué había detenido el Sol sobre Gabaón para poder derrotar a sus enemigos
luchando a la luz del día. “Eppur si muove”, dicen que exclamó Galileo cuando
osó dudar de la pureza de los cielos y se le obligó a retractarse.
La armonía de los mundos celestiales fue defendida
siglos más tarde por Johannes Kepler en su obra, Mysterium Cosmographicum, publicada en 1596. Propuso su modelo de
Sistema Solar basado en los cinco sólidos platónicos (de nuevo, la magia
matemática). Se incluían unos en otros, separados por esferas. Eran seis
esferas que se correspondían a los seis planetas conocidos: Mercurio, Venus,
Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Para Kepler, la distancia entre los planetas
-las denominadas esferas- eran proporcionales a los intervalos entre escalas
musicales. Las esferas más cercanas producían los tonos más graves, mientras
que las alejadas componían los agudos. Todas ellas, conformaban la armonía del
universo.
A
pesar de sus buenos deseos, Kepler, un devoto protestante, enunció sus tres
leyes, que, por una parte, dictaban reglas sencillas para los movimientos de
los cielos, pero que, a la vez, contenían el germen del caos que más tarde
descubrieron los matemáticos, liderados por Henri Poincaré. Las tres reglas de Kepler
eran estas:
1ª) Los planetas
recorren órbitas elípticas. El sol se sitúa en uno de los focos de la elipse.
2ª) El área barrida
por la recta imaginaria que une sol-planeta sobre la superficie de la elipse,
es la misma en intervalos de tiempo iguales.
3ª) El cuadrado del período de la órbita de un planeta alrededor del
sol, es proporcional al cubo del semieje mayor de la elipse, la denominada ley
armónica.
A partir de estos postulados, Kepler redefinió al
universo como instrumento musical. De forma semejante a la música de las
esferas, ahora las velocidades angulares de cada planeta en la elipse,
producían diferentes sonidos. En aquellas zonas de la elipse en que el
movimiento es más rápido (es decir, en las inmediaciones del sol, si tenemos en
cuenta la segunda ley de Kepler de barrido de áreas), se emiten los agudos.
Existen intervalos musicales bien definidos atribuibles a diferentes planetas.
En su libro Harmonices
Mundi, fue donde Kepler planteó que las velocidades angulares de cada
planeta producían sonidos diferentes. Puesto que solo había seis planetas, seis
melodías distintas eran generadas. Kepler representó las velocidades angulares
en un pentagrama musical, en el que la nota más baja se correspondía a la del
planeta más alejado. La relación entre pares de velocidades angulares es muy
parecida a la relación entre intervalos musicales. Las diferentes combinaciones
de intervalos musicales o velocidades angulares, daban lugar a cuatro acordes
primordiales, que relacionó con el primer acorde de la creación del universo, y
el final y destructor del mismo.
Kepler's Harmonices Mundi.
En las propias palabras de Kepler: “El movimiento
celeste no es otra cosa que una continua canción para varias voces, para ser
percibida por el intelecto, no por el oído; una música que, a través de sus
discordantes tensiones, a través de sus síncopas y cadencias, progresa hacia
cierta predesignada cadencia para seis voces, y mientras tanto deja sus marcas
en el inmensurable flujo del tiempo.”
La paradoja de esta historia es que los epiciclos
habían sido una idea original de Apolonio de Pérgamo, el estudioso de las
cónicas, hasta Kepler inútiles y bellos objetos matemáticos. Las cónicas
(elipses, hipérbolas, parábolas) habían conocido una larga historia para
librarse de su definición como secciones de un cono y convertirse en objetos
algebraicos por la obra de Descartes, Jan de Witt y muchos otros
matemáticos.
Los descubrimientos de Kepler pusieron los
fundamentos para que el genio de Isaac Newton enunciara la ley de la
gravitación universal, y juntamente con la mecánica apoyada en el cálculo
diferencial, abriera nuevas perspectivas para apreciar el orden de un universo
“escrito en lenguaje matemático”.
El universo pasó entonces a estar aparentemente
controlado, y las leyes de la Mecánica Celeste fijadas, hasta el punto que
cuando Napoleón, refiriéndose a su obra Exposition
du système du monde, comentó a Pierre de Laplace: «Me cuentan que ha
escrito usted este gran libro sobre el sistema del universo sin haber
mencionado ni una sola vez a su creador», Laplace contestó: «Sire, nunca he
necesitado esa hipótesis». El mundo era determinista y conocíamos sus
ecuaciones: introducíamos los datos y ya sabíamos lo que iba a ocurrir en el
futuro.
Pero la soberbia nunca es buena compañera de la
ciencia, y la mecánica celeste naufragó cuando el rey Oscar II de Suecia
decidió celebrar su 60 cumpleaños con un desafío matemático: “¿podemos
establecer matemáticamente si el Sistema Solar continuará girando como un
reloj, o es posible que, en algún momento futuro, la Tierra se salga de órbita
y desaparezca de nuestro sistema planetario?”. Esta pregunta sobre la
estabilidad de nuestro sistema solar intrigó a Poincaré. Su solución fue brillante,
y ganó el premio, pero, desafortunadamente, contenía un error. Analizó este
error una y otra vez y descubrió que pequeños cambios en las condiciones
iniciales podían acabar en cambios enormes en la evolución dictada por las
ecuaciones, a pesar de que estas fueran muy sencillas. Poincaré se había
adelantado al descubrimiento del caos que haría años más tarde Edward Norton
Lorenz. Si, el aleteo de una mariposa en Brasil puede provocar un tornado en
Texas, o como decía Henry Miller, “el caos es la partitura en la que está
escrita la realidad”.
¿Y dónde queda entonces la armonía de los mundos?
Como afirmaba Lord Robert May, que llevó el caos a la biología: “Las
matemáticas no son en última instancia ni más ni menos que pensar muy
claramente sobre algo. Me gustan los rompecabezas, así que soy un matemático.
No soy matemático puro porque no me gustan los problemas abstractos, formales.
Me gustan los trucos y dispositivos. Soy esencialmente un matemático, pero en
el sentido de que me gusta pensar en cosas complicadas, preguntarme qué
simplicidades hay ocultas en ellas y expresarlas en términos matemáticos y ver
a dónde me llevan de modo que pueda siempre comprobar los resultados.” Así que
la armonía está en la simplicidad que enmascara lo complejo; las reglas son
sencillas, las ecuaciones de las que partimos y que describen matemáticamente
esa complejidad, también. Es exactamente lo que ocurre con la música, de una
simple escala musical pueden salir las composiciones más bellas y complejas,
desde la canción de Van Morrison que abre este artículo a las maravillosas
sinfonías de Ludwig van Beethoven.
Cabe preguntarnos si habrá alguna manera
experimental de escuchar la música celeste, porque ¿quién está seguro de que
también la teoría musical del genial Kepler no pudiera ser corroborada? El
reciente descubrimiento de las ondas gravitacionales nos indica que sí es
posible escuchar al espacio, aunque quizás no sea tan armónico como nos
gustaría.
Y aquí nos volvemos a subir a la colina, para
reunirnos con los locos que buscamos un sitio elevado para contemplar la
armonía de los cielos en una noche de verano. Y le digo al León de Belfast que
no hay otro sitio mejor.
Manuel de León.
Doctor en
Matemáticas.
ICMAT-CSIC y Real
Academia de Ciencias.
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