A vueltas con los
astros, todavía.
La armonía de los mundos.
¿Qué son
cuarenta años, cuarenta giros de la Tierra alrededor del Sol?
Casi nada
medidos en la escala cósmica que tanto gustaba a Carl Sagan. Menos incluso que
la duración del sonido emitido por el silbato de un árbitro, si usamos como
referencia el nuevo sistema métrico deportivo instaurado por la prensa del
siglo XXI, y que tan sumisamente hemos adoptado como propio, haciendo de los
campos de fútbol áreas fácilmente reconocibles y longitudes inequívocamente
mensurables. Cuarenta años no es nada. Sin embargo, es el tiempo transcurrido
desde que el Maestro nos habló. ¿Maestro en sentido religioso? Nunca. No
hubiera querido para sí esa denominación el añorado Carl Sagan, aunque se convirtiera
para muchos de nosotros, adolescentes en aquella época, en faro y guía de
nuestro destino. Hasta aquí hemos llegado, permítanos llamarle Maestro,
convertidos en científicos. O en algo parecido. Y estamos para rendirle
homenaje.
Muchos,
no todos, ya no confundimos Ciencia y Fe. Y también sabemos distinguir
Astronomía (con mayúscula), de astrología (con minúscula). Pero ¿qué queda de
aquel capítulo de Cosmos en el que tan amargamente Sagan se quejaba de
la visibilidad -palabra manoseada hasta el hastío en estos días- de los
modernos horóscopos y otras seudociencias? Por desgracia, bastante. Toda
nuestra vertiginosa y maravillosa revolución tecnológica, que ni Sagan ni nadie
pudieron prever, no ha bastado para terminar con la superstición. Pruebe a teclear
“Aries” en Google y obtendrá millones de resultados, obviamente
diferentes. Porque en eso no ha cambiado nada. Ni en cuarenta años, desde Carl
Sagan, ni en cuatrocientos, desde Tycho Brahe y Johannes Kepler, dos de los
héroes del Renacimiento a cuyos formidables descubrimientos Sagan dedicó buena
parte de su tercer capítulo en la inmarcesible obra Cosmos.
En mi
propia aventura vital personal, Tycho y Kepler marcan un hito, puesto que ellos
centran un par de novelas que he despachado, con desigual fortuna, dentro de mi
modesta y poliédrica -valga la comparación kepleriana- actividad divulgadora.
Recuerdo aquí haber leído un suceso al respecto atribuido al propio Tycho
Brahe, extraído de una de sus múltiples biografías, y que reproduzco
libremente. Cuentan las crónicas que, en cierta ocasión, el noble y famoso
astrónomo -y astrólogo, entonces quehaceres casi indistinguibles-, fue abordado
por otro noble de la corte danesa, siendo reprochado por este a causa de los
fallos de sus predicciones. Ni eran certeras, ni coincidían con las de los
demás astrólogos, también dispares. Tycho Brahe, la mente matemática más
brillante del siglo XVI en todo el norte de Europa, no tardó en replicar: «Si
mis predicciones basadas en los astros del Cielo no son exactas es porque las
posiciones de las estrellas y planetas tampoco lo son. Habría que medir mejor
las cosas.» Con esto Brahe no solo consiguió cierta financiación económica para
su proyecto, sino que además terminó dedicándose a lo que realmente le
apasionaba. Ya antes, con solo dieciséis años y habiendo pasado por las mejores
universidades europeas de la época, había tomado la decisión de volver a medir
desde el principio las posiciones de todos los objetos estelares conocidos.
Dedicó cuarenta años -otra vez el número mágico-, a esta tarea titánica, hasta
su extraña muerte que, curiosamente, sigue de actualidad… cuatrocientos años
después.
Tycho
Brahe consiguió el apoyo incondicional del rey danés y de buena parte de la
nobleza a la que pertenecía para sus investigaciones astronómicas. Se calcula
que más del cinco por ciento de la riqueza danesa se invirtió en su causa. Un
porcentaje tan elevado de gasto en un solo país para una cuestión científica
tan específica es tan inusual antes como ahora, donde solo es comparable el programa
Apolo, que en los Estados Unidos presididos por J.F. Kennedy dedicó una
cantidad similar de recursos para llevar el hombre a la Luna. A la que, por
cierto, seguimos sin volver, cincuenta años después. A estas alturas Sagan ya
nos imaginaba, como mínimo, pisando Marte. ¡Ay, Maestro, qué mal lo hemos
hecho!
Pero
volvamos a Tycho y a su ilustre discípulo, el también enorme matemático alemán
Johannes Kepler, padre de las leyes físicas que llevan su nombre y uno de los
artífices de la ciencia moderna, de la cual el genio de Isaac Newton nos reveló
sus principales secretos. Para no caer en la repetición de lo que tan bien nos
explicó Sagan en Cosmos, abundaremos aquí en las novedades. Sí,
novedades de hace cuatrocientos años tras cuarenta años. Y no es que hayan
surgido cambios en los cálculos orbitales de Kepler o en las interacciones
gravitatorias de Newton -de hecho, podemos ir perfectamente de un planeta a
otro con nuestras modernas sondas, usando únicamente la mecánica clásica, tal
es su precisión-, sino que, nuevamente, la malicia y superstición del ser
humano han hecho de las suyas. Y vean cómo.
Hace unos
pocos años, en 2004, un libro escrito por una pareja de periodistas
estadounidenses fuertemente relacionados con movimientos anticientíficos de ese
país extendió la teoría de que Johannes Kepler habría asesinado a Tycho Brahe
para robarle sus datos astronómicos. La noticia corrió como la pólvora en esta
sociedad sensacionalista, supersticiosa y amiga de bulos en la que nos toca
vivir. Internet propaga toneladas de información por todo el mundo sin
discriminar, pero los filtros, en ocasiones, brillan por su ausencia. Sagan
leyó en su día horóscopos en la prensa escrita, pero nosotros podemos leer hoy
en la red de redes las ocurrencias de terraplanistas convencidos (sí,
cuatrocientos años tras Copérnico, Kepler y Galileo y seguimos pensando que la
Tierra es un plato de sopa), de colectivos antivacunas (incluso tras la
pavorosa pandemia del virus Covid-19) y de numerosos conspiranoicos de variado
pelaje al volver de cada web. Tan grande fue la sospecha de la opinión pública
sobre los héroes del tercer capítulo de Cosmos, y tanta la desazón entre
la comunidad científica, que no hubo más remedio que exhumar al astrónomo danés
en el año 2010 para realizar los pertinentes estudios forenses. Que arrojaron
el resultado, un par de años más tarde y tras un sinfín de comprobaciones, de
la inexistencia de metales pesados como el tóxico mercurio en sus restos
mortales, de que no había sido envenenado ni por Kepler ni por nadie, y de que
la teoría de su fallecimiento prematuro a causa de una infección urinaria tras
un extraño incidente protocolario era la más probable causa de su defunción.
Dejando
atrás la triste anécdota mencionada, la singular pareja formada por Tycho Brahe
y Johannes Kepler nos sigue deparando extraordinarias sorpresas a los
astrofísicos. Si bien ambos son conocidos principalmente por sus contribuciones
al modelo heliocéntrico -Tycho quedándose a medio camino con su concepto mixto,
Kepler acertando de pleno en la formulación elíptica de las órbitas
planetarias-, también son muy conocidas sus contribuciones en el campo de las
supernovas, aunque este concepto sea mucho más moderno. Y es que el destino es
caprichoso. Hasta la fecha, y a menos que la estrella supergigante roja
Betelgeuse se adelante a los acontecimientos, o haga lo mismo la igualmente
enorme e hipermasiva azul Eta Carinae, las dos últimas supernovas conocidas que
han estallado en nuestra galaxia, la Vía Láctea, son, precisamente, la «nova»
observada por Tycho Brahe (en el año 1572) y la estudiada posteriormente por
Johannes Kepler (en el 1604). Es una casi increíble casualidad que dos de los
mejores astrónomos del Renacimiento, que vivieron y trabajaron juntos,
reportaran este extrañísimo espectáculo celeste con sendas supernovas, y aún
más que no se haya vuelto a repetir hasta nuestros días.
Monumento a Tycho Brahe y Johannes Kepler en Praga.
Crédito: Imagen de dominio público aportada por el autor del texto.
Crédito: Imagen de dominio público aportada por el autor del texto.
La nova
observada por Tycho Brahe supuso un antes y un después en el inmóvil concepto
aristotélico que se tenía del firmamento. Tan brillante que podía observarse
incluso de día, Tycho trabajo en ella con fervor, comprobando que no podía
determinar su paralaje, por lo que se debía encontrar mucho más allá de las
esferas de los planetas y que, obviamente, tampoco se trataba de ningún cometa
a los que ya Brahe había sacado con sus precisas mediciones de la esfera
terrestre. Concluyó que se trataba, en efecto, de una nueva estrella. Esto no
había ocurrido nunca, y rompía con el orden estricto de los cielos. Sus
detalladísimas observaciones de la nueva estrella, aparecida en la constelación
de Casiopea, le granjearon la admiración de los astrónomos europeos, que ya
consideraban a Brahe, que solo tenía veintisiete años, como el mejor de ellos.
Las observaciones de Kepler y su propia supernova fueron mucho más tardías, e
igualmente Kepler -ya matemático imperial de Rodolfo II de Bohemia, habiendo
sucedido en el cargo a su maestro y protector Tycho Brahe- era considerado el
mejor entre los suyos. En este caso, Kepler observó una curiosa alineación de
la nueva estrella -aparecida en la constelación de Ofiuco- con Marte y Júpiter,
lo que desató en él de nuevo la duda de un posible significado astrológico,
aunque en realidad lo que hizo finalmente fue alimentar la teoría de que un
fenómeno semejante podía haber ocurrido con la estrella de Belén. De hecho, la
teoría de Kepler acerca de la estrella sagrada, basada en alineaciones
relativas de planetas, sigue siendo una de las explicaciones más plausibles al
relato bíblico, dada la precisión de los cálculos realizados por el astrónomo
alemán a partir de las efemérides calculadas con sus elaboradísimas tablas.
Hoy en
día, la justamente llamada «estrella de Kepler», es la última supernova
aparecida en nuestra galaxia, y fue visible a simple vista durante dieciocho meses.
Es del tipo «Ia» y se encuentra a unos veinte mil años luz de la Tierra. Su
origen parece ser un sistema estelar binario formado por una gigante roja y una
enana blanca. En cuanto a la también llamada «supernova de Tycho» se creía que,
debido a su espectro de rayos-X, fuera igualmente del tipo «Ia», lo que fue
confirmado con recientes observaciones publicadas en el año 2008. Se calcula
que puede estar a unos nueve mil años luz de distancia, siendo su origen un
debate abierto entre la comunidad científica.
Enrique Joven Álvarez.
Doctor
en Ciencias Físicas.
Ingeniero del Área de
Instrumentación del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), Tenerife.
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