martes, 23 de junio de 2020

Agujeros negros - Ernesto Lozano

9.6
Agujeros negros.
Las vidas de las estrellas.


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(Voz Javier Sierra web xavisierra.com)




Leí Cosmos cuando estaba en la EGB. Me lo regalaron Antonia y Mari Cruz, dos amigas de mi madre que a su vez eran madres de varios amigos míos del colegio. Un año, al acabar el curso, me trajeron Cosmos y otro libro menos conocido de Carl Sagan, Cometa. Me los leí casi enteros ese mismo verano.
Lo que más me impactó de Cosmos fue una demostración que había al final, en un apéndice, sobre la irracionalidad de raíz de 2. Era por reducción al absurdo: suponer que la raíz cuadrada de 2 puede escribirse como un cociente de enteros y, a partir de ahí, llegar a una contradicción evidente, algo del tipo 2=1. Aquella debió ser una de las primeras demostraciones matemáticas «serias» que yo veía en mi vida, y el hecho de que unas pocas líneas de cálculo bastasen para probar algo tan general (que, de todas las infinitas fracciones posibles de enteros, ninguna podría ser nunca igual a raíz de 2) fue algo que me causó una profunda fascinación (Emilio Tejera ha dedicado a ese apéndice el capítulo 14.1 de este libro).
Lo segundo que más me impactó fueron unas ilustraciones que había en el capítulo «Las vidas de las estrellas». En ellas se representaba un futuro inimaginablemente lejano: la muerte del Sol según se vería desde una isla en la Tierra. La primera —la que más me impresionó— mostraba un amanecer idílico que el pie de figura describía como «el último día perfecto»: el último día normal que habría en la Tierra antes de que el Sol comenzara a hincharse para transformarse en una gigante roja y abrasar nuestro planeta. Mucho después, el Sol se haría pequeño de nuevo y acabaría convertido para siempre en una enana blanca, un cadáver estelar con aproximadamente la misma masa que el Sol pero del tamaño de la Tierra.
En aquel capítulo, sin embargo, también se explicaba que no todas las estrellas sufren el mismo destino. Aquellas considerablemente mayores que el Sol explotan y acaban convertidas en agujeros negros: regiones del espaciotiempo en las que, si uno entra, no podrá salir jamás. Aquella idea me produjo entre escepticismo y miedo. Lo que yo no sabía aquel verano en que me leí Cosmos era que la combinación de esas dos cosas, las matemáticas y los agujeros negros, estaba relacionada con uno de los mayores rompecabezas conocidos sobre nuestra comprensión del universo.
Agujeros negros con lápiz y papel.
Los agujeros negros fueron descubiertos en 1915, aunque no con ayuda de ningún telescopio, sino con lápiz y papel. Aparecieron en los cálculos del astrónomo alemán Karl Schwarzschild muy poco después de que Albert Einstein presentara las ecuaciones de la relatividad general, la flamante teoría del campo gravitatorio que habría de reemplazar a la de Newton. Dado que Einstein había dado con una nueva manera de describir la atracción gravitatoria entre los cuerpos, Schwarzschild se propuso resolver el problema más sencillo posible: cuál sería, según las nuevas ecuaciones, el campo gravitatorio creado por una masa puntual.
Schwarzschild (cuyo apellido curiosamente significa «escudo negro» en alemán, aunque eso no parece haber desempeñado ningún papel en el nombre que mucho más tarde acabarían recibiendo estos objetos) no vivió lo suficiente para verlo, pues murió unos meses más tarde en el frente ruso de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, poco después se descubrió que su solución implicaba la existencia de un «horizonte de sucesos»: una frontera más allá de la cual nada, ni siquiera la luz, puede escapar.
Semejante fenómeno no aparece nunca en los objetos ordinarios. En el caso del Sol, por ejemplo, habría que concentrar toda su masa (unos dos quintillones de kilos, 2·1030 kg) en una esfera de menos de 3 kilómetros de radio para que se formase un horizonte de sucesos. Pero, bajo tales condiciones extremas, la relatividad general de Einstein predice la formación de un agujero negro.
Las propiedades matemáticas de los horizontes de sucesos son tan complejas que no llegaron a conocerse bien hasta los años sesenta. Fue entonces cuando John Wheeler, uno de los grandes físicos teóricos del siglo XX, popularizó el término agujero negro. Es un buen nombre: al igual que ocurre con un agujero en el suelo, las cosas que se acercan demasiado tienden a caer hacia ellos. Y son —literalmente— negros, ya que no permiten que la luz (ni, por tanto, nada más) escape de su interior.
El nacimiento de una paradoja.
Un avance fundamental llegó en 1974, seis años antes de que Sagan publicara Cosmos. Aquel año, Stephen Hawking analizó por primera vez qué ocurriría al considerar los efectos de la mecánica cuántica en la vecindad de un horizonte de sucesos. Al hacerlo, halló algo sorprendente: que los efectos cuánticos permiten que algunas partículas escapen de un agujero negro. En otras palabras, los agujeros negros no son realmente negros, sino que emiten una tenue radiación. Este descubrimiento dio lugar a una de las mayores paradojas de la física matemática moderna; una que, hasta hoy, sigue sin respuesta.
La paradoja es la siguiente. Que un agujero negro emita partículas implica que, poco a poco, va perdiendo masa. Ese proceso continúa hasta que el agujero negro desaparece por completo y solo deja tras de sí una nube informe de partículas. Sin embargo, Hawking demostró que esas partículas tienen siempre las mismas propiedades, con independencia de lo que antes haya caído en el agujero negro. Por tanto, si lanzamos un ejemplar de Cosmos a un agujero negro, cuando este desaparezca quedará una nube de partículas. Pero si en lugar de Cosmos arrojamos un ejemplar de Cometa (el otro libro que me regalaron Antonia y Mari Cruz aquel verano), el resultado final será una nube de partículas exactamente idéntica a la anterior.
Como consecuencia, a partir de la nube de partículas que queda cuando el agujero negro ha desaparecido no podremos saber nunca cuál fue el libro que cayó en él. Eso implica que la información del libro se habrá perdido para siempre. Y esto plantea una paradoja porque uno de los pilares de la mecánica cuántica establece que la información es como la energía: puede transformarse, pero nunca perderse del todo.

La primera fotografía de un agujero negro, publicada en abril de 2019.
Crédito: EHT Collaboration:

Hoy, más de cuarenta años después de que Hawking hiciese su descubrimiento, los físicos siguen sin saber cuál es el destino de la información que cae en un agujero negro. Pero la respuesta es importante, ya que guarda relación con las propiedades cuánticas de la fuerza más misteriosa de la naturaleza: la gravedad.
De Cosmos a hoy.
Todo esto es anterior a Cosmos y, en principio, solo tiene que ver con las propiedades matemáticas de una solución de las ecuaciones de Einstein. Pero ¿existen realmente los agujeros negros? Y de ser el caso, ¿qué relación tienen con la solución de Schwarzschild y la paradoja de Hawking?
De hecho, y aunque a veces una y otra se confunden, hasta hoy la investigación sobre agujeros negros ha transcurrido por dos sendas largamente independientes: la matemática y la astrofísica. Por «astrofísica» me refiero a la que hacen los astrónomos; que, además de con lápiz y papel, tienen la buena costumbre de trabajar con telescopios.
Los primeros indicios sólidos de que los agujeros negros efectivamente pueblan el universo llegaron en los años setenta. Hoy, las pruebas al respecto son tan abrumadoras (Luis J. Goicoechea ha repasado algunas en el capítulo 9.5) que la inmensa mayoría de los científicos creen firmemente en su existencia. Las observaciones con telescopios no muestran los agujeros negros en sí, sino la materia que cae hacia ellos. A pesar de ello, tales observaciones han revelado la existencia de astros tan masivos y compactos que solo pueden ser agujeros negros. La primera imagen «en primer plano» de uno de estos objetos se logró en 2019 (véase la fotografía), y sus propiedades cuadran a la perfección con las predichas por la teoría de Einstein.
Con todo, el mayor avance en este campo desde que Sagan publicara su libro probablemente ocurriera en 2015, justo cien años después de que Schwarzschild encontrara su solución. Aquel año, el experimento LIGO logró la primera detección directa de ondas gravitacionales, perturbaciones del espaciotiempo causadas por grandes cataclismos astrofísicos. Según todos los datos, corroborados en numerosas observaciones posteriores, aquellas ondas procedían de la colisión de dos agujeros negros en una galaxia distante.
¿Por qué es tan importante todo esto? Al igual que el átomo de hidrógeno fue la pieza que ayudó a revelar los secretos de la teoría cuántica, hace tiempo que los físicos teóricos creen que los agujeros negros serán la pieza que les ayude a entender el funcionamiento cuántico de la gravedad. Hasta hoy, las observaciones astrofísicas no han bastado para estudiar con detalle las propiedades de los horizontes de sucesos. Pero puede que, gracias a las ondas gravitacionales y otros experimentos, en un futuro estas dos grandes líneas de investigación comiencen por fin a converger, aunque sea tímidamente. Estoy convencido de que a Sagan le hubiese encantado verlo.

Bibliografía
(1) Stephen Hawking, 2013. Historia del tiempo: Del big bang a los agujeros negros. Crítica (edición especial 25o aniversario).
(2) José Luis Fernández Barbón, 2014. Los agujeros negros. Catarata/CSIC, colección ¿Qué sabemos de?
(3) Roberto Emparan, 2018. Iluminando el lado oscuro del universo: Agujeros negros, ondas gravitatorias y otras melodías de Einstein. Ariel. 
(4) Steven S. Gubser y Frans Pretorius, 2019. El pequeño libro de los agujeros negros. Crítica.


Ernesto Lozano.
Doctor en física teórica.
Editor de Investigación y Ciencia.


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