martes, 23 de junio de 2020

Saber perder en ciencia: cuando no te gusta el resultado - Emilio Tejera Puente

14.1
Saber perder en ciencia: cuando no te gusta el resultado.
(Apéndice 1) La reducción al absurdo y la raíz cuadrada de dos.




En el primer apéndice del volumen original de “Cosmos”, Carl Sagan habla sobre la raíz cuadrada de 2 (√2), la cual tiene como resultado un número irracional, es decir, que no se puede expresar como una fracción entre dos números enteros. Fueron los pitagóricos los primeros que descubrieron que √2 era un número irracional, mediante un argumento geométrico. Dicho argumento estaba basado en una reducción al absurdo, que, como explica el propio Carl Sagan, es una forma de razonamiento en la cual inicialmente asumimos como cierta una afirmación, seguimos paso por paso sus consecuencias, y al final llegamos a una contradicción, demostrando de este modo la falsedad de dicha afirmación. En este caso, Carl Sagan utiliza también la reducción al absurdo, aunque esta vez desde el punto de vista aritmético, para llegar a la misma conclusión que los pitagóricos. Sin embargo, nosotros emplearemos este apéndice como punto de partida para algo ligeramente distinto.

Para entender un descubrimiento científico, a veces hay que comprender qué buscaban sus descubridores. Partamos pues de los pitagóricos, y en concreto de Pitágoras de Samos, una figura cuya vida estuvo envuelta en la leyenda, a la cual contribuyó la fundación de su propia escuela de pensamiento. Dicen que tras el encuentro con un anciano Tales de Mileto, un Pitágoras que ya era discípulo del famoso Anaximandro se dedicó a viajar: habría llegado como prisionero de guerra a Babilonia, habría recalado en la India, y es más factible la noticia de su visita a Egipto. Las pocas y poco fiables fuentes que poseemos dicen que, en todos esos países, Pitágoras contactó con magos y sacerdotes para imbuirse de sus conocimientos, y en lo que coinciden dichos textos es en que más tarde partió hacia Crotona, Italia, donde creó su escuela. Si hasta ahora la vida de Pitágoras nos ha parecido sorprendente, más extravagante nos resultará la forma en que se dice que él y sus discípulos convivían: eran vegetarianos, se negaban a vestir pieles de animal, divagaban en el mundo de la meditación y buscaban vivir en un perenne universo de pureza. La tradición ha atribuido a la escuela pitagórica un carácter netamente matemático, y es cierto que realizaron grandes contribuciones a dicho campo (aunque resulte difícil determinar qué logros pertenecen a Pitágoras, y cuáles a los miembros de su escuela, pues todos los descubrimientos se atribuían por defecto al primero), entre otras el teorema sobre el triángulo rectángulo que lleva el nombre del maestro. Sin embargo, la escuela de Pitágoras abarcaba mucho más: puede parecer un reduccionismo simplificarlos como matemáticos, pero sin duda ellos hubieran estado de acuerdo porque, para sus integrantes, el universo podía descomponerse en cifras. A partir de allí radiaban el resto de sus ideas, más vinculadas a la religión y la metafísica: la inmortalidad del alma; su concepción general de un universo ilimitado; la relación profunda que subyacía a la astronomía, la música y la medicina, que no era otra que una concordia mística que se articulaba alrededor de las matemáticas y de sus representantes más perfectos, los números. La perfección de esta serie de abstracciones los embriagó, y de ahí que el descubrimiento de √2, y todo lo que conlleva, supusiera un doble mal trago.


Triángulo rectángulo. 

Entrando ya en el responsable directo de tan endiablado entuerto, las cuestiones relativas a √2 fueron exploradas por el pitagórico Hípaso de Metaponto, entre otras cosas profesor de Heráclito, y a quien se le atribuye también el descubrimiento de la relación entre el grosor de discos de bronce y el sonido que éstos producen al golpearlos (idea que se relaciona con el conocimiento pitagórico de que la longitud de las cuerdas de un instrumento musical determina su sonido, y que entronca con la teoría de la escuela acerca de la armonía de las esferas celestes). El caso es que Hípaso, aun perteneciendo a la escuela pitagórica, era el líder de los acusmáticos, una sección de la secta que, pese a formar parte de la misma, no tenía la misma categoría que los “matemáticos”, los cuales se hallaban bajo la supervisión directa de Pitágoras y conocían la doctrina en su totalidad, privilegio con el que no contaban los seguidores de Hípaso: aquello constituiría un primer y desafortunado desencuentro. El descubrimiento de los números irracionales fue producto, según se dice, de la casualidad: el resultado de dicha raíz se llevaba buscando bastante tiempo, pues constituye la medida de la diagonal de un cuadrado cuyo lado tuviera una longitud de 1 y, creámoslo o no, su valor tiene unas cuantas aplicaciones prácticas. Hípaso empleó la geometría para expandir los límites del saber hasta llegar a una conclusión que a todos dejó traumatizados: √2 tenía que ser, necesariamente, un número irracional. El sueño que los pitagóricos habían vivido era tan plácido que el despertar trocó, de manera ineludible, en amarga pesadilla.

Pero, ¿qué demonios les importaba a los pitagóricos que √2 no pudiera expresarse como la fracción de dos números enteros, y que en concreto correspondiera a un valor aproximado de 1,4 (Pitágoras, perdónanos si nos lees ahora mismo)? Pues que, obviamente, para gente obsesionada con la perfección, con la hermosura de las matemáticas, con la armonía de los planetas, las verdades tenían que ser expresadas mediante números perfectos, tales como los enteros, o al menos como fracciones de los mismos. Pero, ¿una cifra seguida por una lista de decimales que no termina nunca? (los filósofos helénicos ni siquiera llegaron a ver eso; los números griegos no operaban con esas herramientas). ¿Qué clase de aberración era ésa? Por eso, el resultado obtenido por Hípaso les incomodó. Dicen que Pitágoras se negaba a que le hablaran de los irracionales. Durante años, los pitagóricos obviaron la cuestión disfrazando √2 como si se tratara de un número entero en sí mismo. En todo caso, impusieron un absoluto secreto: la existencia de los números irracionales no debía salir nunca a la luz. Hípaso incumplió esa regla, y como castigo, cuenta el mito, fue asesinado.

Aunque, como tantas otras cosas alrededor de los pitagóricos, no hemos de fiarnos de las leyendas. Desde luego, hay rumores sobre que Hípaso fue expulsado de la orden, y también sobre que falleció en un naufragio en extrañas circunstancias, en las que se ha querido ver la oscura sombra del suicidio, o tal vez la mano negra de los miembros de la escuela, que lo habrían empujado al mar. Una versión más delirante nos dibuja al propio Pitágoras arrojándole del barco, doblemente avergonzado no solo por haber sido incapaz de rebatir el descubrimiento de Hípaso, sino también porque la infausta verdad procedía del líder de una rama de la escuela considerada inferior, para más inri la némesis natural de Pitágoras, al constituir la única figura en Crotona que podía hacerle sombra. Especulaciones aparte, lo cierto es que el supuesto secreto se rompió y hoy sabemos que existen los números irracionales: de hecho, varios de ellos (como π, o el número phi, también conocido como “la proporción aúrea”) han resultado de gran importancia para la comprensión de las proporciones tanto en el interior de los seres vivos como de los cuerpos geométricos. Una conclusión que, sin embargo, a Pitágoras no le hubiera satisfecho en absoluto.

Ahora vamos a avanzar unos cuantos siglos, hasta llegar a un nuevo (aunque no demasiado diferente) tipo de polémica. A lo largo de la década de 1920, Albert Einstein y Niels Bohr se embarcaron en un debate que redefinió los términos de la física. Einstein había elaborado, poco tiempo antes, su Teoría de la Relatividad, basada en concepciones sumamente teóricas y abstractas y que a pesar de ello explicaba buena parte del funcionamiento real del universo, como si hubiera sido propuesta por los antiguos pitagóricos en un arrebato de inspiración. Este “conejo sacado de la chistera” sigue aún resistiendo la mayor parte de los ensayos experimentales que han osado tratar de refutarlo, manteniéndose firme de un reto a otro. No obstante, Niels Bohr (el hombre que había creado una versión del átomo que superaba a la de su maestro Ernest Rutherford) dijo una vez una frase que Carl Sagan intenta reducir al absurdo en el ya mentado apéndice 1: “Lo contrario de cualquier gran idea es otra gran idea”. En este caso, la afirmación revela ser cierta, pues el paradigma opuesto que surge ante los axiomas de la relatividad es la mecánica cuántica, sustentada en inicio por los descubrimientos de Max Planck y que propone una visión radicalmente diferente de la física, basada en probabilidades y en cuánto somos (y, sobre todo, no somos) capaces de medir. Einstein siempre rechazó aquella teoría -lo cual decepcionó a sus creadores, que se habían sentido en parte inspirados por él-, y convirtió la cuestión cuántica en el punto central de las intensas disquisiciones que mantuvo con Bohr, en las que se llevó al extremo las posibilidades de la discusión científica. Famosa es la sentencia de Einstein de “Dios no juega a los dados con el universo”, pero no menos impactante fue la serie de acontecimientos que se inició cuando Einstein trató de reducir al absurdo la teoría cuántica al apuntar a que, de acuerdo la misma, dos partículas que hubieran entrado una vez en contacto nunca llegarían a estar del todo desconectadas. Para su incredulidad, los discípulos de la mecánica cuántica analizaron aquella supuesta idiotez y descubrieron -también para su propia sorpresa- que era cierta, poniendo patas arriba los cimientos de todo su sistema de conocimiento, una vez más. Hoy en día, la contraposición entre teoría de la relatividad y mecánica cuántica sigue adelante: la relatividad es capaz de explicar a la perfección lo que ocurre con las grandes masas (como una renovada revisión de la armonía de las esferas), mientras que la teoría cuántica describe con certeza matemática lo que sucede a nivel subatómico; sin embargo, las dos visiones no son capaces de ponerse de acuerdo. Mientras tanto, algunos ansían y ponen su empeño en una Teoría Unificada que exponga con sencillez las leyes básicas del universo, a partir de las cuales las distintas fuerzas fundamentales se deduzcan de manera elemental. Hoy día, no obstante, el final de la búsqueda de esa teoría absoluta a la que la física aspira, como a un unicornio dorado, o una suerte de científico Santo Grial, sigue sin vislumbrarse.


Einstein se hallaba disgustado con la mecánica cuántica porque, como fiel determinista, se sentía incómodo con unas premisas que otorgaban tanta relevancia a la probabilidad y a las cuantificaciones medidas por el observador. Sin embargo, él no llegó tan lejos, como Pitágoras, como para tratar de prohibir su divulgación. De todos modos, no sería la primera vez, ni tampoco la última, en que la oposición de científicos más veteranos impide a una teoría joven y bisoña salir adelante. Un reciente estudio, incluso, ha llegado a proclamar que ciertas áreas de la ciencia sienten un reverdecimiento al fallecer científicos prominentes en dicho campo, como si la presencia de estas colosales figuras taponara el talento de poco reconocidos científicos que se atreven a oponerse a los dogmas aceptados de manera unánime. Max Planck, el padre de la teoría cuántica (aunque al primero que le desconcertó fue a él mismo), declaró: "Las nuevas ideas avanzan en ciencia no porque sean ciertas, sino porque sus enemigos fallecen". Quizás el mejor ejemplo lo encontremos también en el campo de la física con otro debate, el que tuvo lugar entre Rutherford y Lord Kelvin. Este último había hecho grandes contribuciones a la ciencia, pero contaba ya con una avanzada edad y, desde su cátedra, se negaba a reconocer los datos que señalaban a que la antigüedad de la Tierra era en realidad mucho mayor que la que él mismo había propuesto (por debajo de veinte millones de años). Por eso, cuando un imberbe Rutherford se plantó en una de las reales instituciones británicas, delante de un auditorio de 800 personas, para exponer cómo el fenómeno de la radiactividad apoyaba la noción de una edad del planeta Tierra de varios cientos de millones de años, su única preocupación era lo que diría Lord Kelvin al respecto. El crucial acontecimiento se desarrolló en varias fases: lo primero de todo, durante la disertación, el venerable hombre que emanaba autoridad desde su atalaya se quedó dormido. Más tarde, parece que se despertó y colocó una sonrisa beatífica -producto de la digestión de una buena siesta-, momento en que Rutherford encontró la clave para convencer al eminente pope: citó en voz alta una antigua frase del maestro en la que expresaba que la edad de la Tierra debía de ser de unos pocos millones de años, mientras no se descubriera una nueva fuente de calor que explicara los resultados obtenidos. Rutherford proclamaba, pues, que Lord Kelvin habría sido el primero en anticipar la existencia de esa nueva fuente de calor (que no sería otra que la radioactividad) y que, por tanto, era co-partícipe del reciente descubrimiento. Era un intento descarado de halagar la vanidad del anciano pero, como suele ocurrir en estos casos, la cuestión es que funcionó, y Lord Kelvin expresó un asentimiento complaciente. El obstáculo había sido salvado, y no por la fuerza de la razón y la forma de comportarse de los hechos, como dicta la ciencia, sino empleando la psicología y la forma de comportarse de los científicos, como dictan las relaciones personales. La ciencia, después de todo, tiene sus defectos, y éstos, como los inherentes a casi toda actividad humana, provienen fundamentalmente de que quienes la hacemos consistimos en seres humanos también.

        En este caso, hemos hablado de nuevos hallazgos pero, quizás, lo mejor que puede aportar el futuro, por parte de las generaciones venideras, es una perspectiva inédita. Al respecto, el mejor ejemplo que podemos aportar es una anécdota que se atribuye a numerosas parejas de aprendiz-maestro, entre ellas la más conocida de Niels Bohr y Ernest Rutherford. Rutherford habría preguntado, en un examen, cómo determinar la altura de un edificio a partir de un barómetro. Según la leyenda, Bohr habría elaborado varias decenas de respuestas (que no podemos reproducir por falta de espacio; una de ellas consistía en regalar el barómetro al portero a cambio de la información), todas ellas correctas, pero ninguna de las mismas coincidente con la solución canónica. De acuerdo a la historia, Rutherford le habría reprochado: “Usted sabe que ésa no es la respuesta que estoy buscando”, a lo que Bohr le habría contrapuesto: “Quizás entonces debería reformular la pregunta”. A veces el mejor favor que le podemos hacer a la ciencia es replantear las viejas cuestiones, para que las respuestas no se vuelvan caducas desde antes de empezar. Es la única manera de agitar el árbol de Newton para que, con suerte, el fruto que caiga sea uno más sabroso. O, al menos, uno distinto a una manzana.

En parte, la ciencia (como cualquier otro campo) consiste en eso: gente que llega con conceptos nuevos los cuales, a las pretéritas generaciones, se les antojan irreverentes, ofensivos, hasta cabría decirse que irracionales. Pero que encajan mejor con una forma de ver el mundo que deriva de cómo funciona éste, o de tal vez de cómo funcionamos nosotros. Los científicos, mientras tanto, van y vienen; hoy los defensores de la teoría cuántica y los relativistas siguen espiándose de reojo, mientras que los pitagóricos fueron expulsados de Crotona por culpa de los vaivenes que tuvieron lugar tras meterse en el poco racional ámbito de la política. La ciencia, sin embargo, y las aportaciones de unos y otros, se depositan en el sedimento que va asentando en el ser humano, donde los episodios biográficos y las disputas entre científicos se soslayan para dar lugar a lo que de una manera muy cauta podemos denominar “la verdad”; por muy imperfecta, incompleta y desafiante que ésta resulte. Incluso aunque tenga que pasar por un par de reducciones al absurdo para probarse. Al fin y al cabo, la cualidad principal de un científico es la curiosidad, y ésta debe hallarse siempre dispuesta a darle la oportunidad de sorprenderse. Carl Sagan lo sabía, y nos transmitió parte de su alegría al quedar impresionado con los portentos del universo. Él nos concedió ese regalo, y el mejor apéndice u homenaje que nuestra generación puede hacerle a “Cosmos”, ese legado único, es –desde una óptica distinta- seguir impactándonos. Maravillándonos, si es preciso, ante la perfección de la imperfección.


Nota del Coordinador: Página de escritor

Emilio Tejera Puente.
Doctor en Bioquímica, Biología Molecular y Biomedicina.
Instituto Cajal (CSIC), Madrid.


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