¿Pero quién habla en nombre del Universo?
¿Quién habla en nombre de la Tierra?
Este capítulo no fue en absoluto mi favorito
al verlo por primera vez en los años ochenta. No estaba preparado para entender
las profundas reflexiones que la serie compartía. Hoy día, sin embargo, me
parece que mantiene plenamente su vigencia.
El
capítulo comienza realizando un perfil de la condición humana: la creación y la
destrucción son inherentes a todos los actos del hombre. ¡Los encuentros entre
sociedades nunca fueron fáciles! Nuestra existencia está llena de culturas
aniquiladas a manos de otras.
Y
es que, nuestra naturaleza territorial ha tenido siempre dos caras opuestas.
Esta actitud defensiva nace de nuestra organización como seres sociales.
Mientras nos ha permitido construir una identidad que trasciende al individuo y
conforma una sociedad, en el otro extremo se encuentra la esencia atávica de la
misma: un instinto agresivo y violento ante lo extraño que está presente en
todos los animales sociales que pueblan nuestro planeta. Todas y cada una de
las guerras y conflictos desencadenados en este rincón del universo han estado,
de una u otra manera, dominadas por la territorialidad. Y para colmo, nos
recordaba Sagan, que no por ser la civilización con mejores conocimientos
estamos en mejor situación para sobrevivir. Los hechos que llevaron a la
destrucción de la biblioteca de Alejandría son un ejemplo.
Sagan
compartía una visión de nuestro mundo destruido por las armas nucleares, muy en
el contexto de la Guerra Fría. Fruto de dos formas distintas de entender la
sociedad, representadas por los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética.
Por suerte, aquella visión no se ha llegado a cumplir y las probabilidades de
vernos perecer bajo el fuego nuclear se encuentran bajo mínimos.
Pero
la cuenta atrás para la extinción de la humanidad no se detuvo tras la caída de
la URSS, es más, se ha acelerado. Nuestro poder bélico de aniquilación no era
nuestra ‘espada de Damocles’. Nuestro comportamiento como sociedad, en pleno
siglo XXI, hace insostenible nuestra existencia y nos aboca a una catástrofe
más lenta, gradual, pero con un inexorable desenlace.
El
crecimiento demográfico de la humanidad requiere de recursos que nuestro
planeta es incapaz de aportar. Por tanto, la expansión humana en nuestro mundo
se hace a costa de degradar el medio ambiente, de la explotación tanto de
recursos limitados como de seres humanos a manos de otros. La esclavitud, que
había sido casi erradicada en el siglo XX como celebraba Sagan, ha renacido
bajo el paraguas de una globalización mal entendida, donde han primado los
índices de crecimiento económico sobre los de desarrollo humano.
¡Había
mucho más que temer, Carl! Como en casi todas las catástrofes ocurridas a lo
largo de la historia, se trata de la suma de diversos factores, cada uno
incapaz de producir daño suficiente por sí mismo pero que al acumularse dan
lugar a auténticos desastres. En estos momentos, se da la conjunción de un
sinfín de factores como para aventurar que la humanidad se encuentra en un
serio riesgo para su supervivencia. La visión de Sagan era la correcta, aunque
no las causas.
Echemos
ahora la vista arriba. En términos de conocimiento del universo, muchas cosas
han cambiado desde la primera emisión de Cosmos, no obstante, seguimos sin
conocer otra civilización inteligente aparte de la humana.
En
aquel capítulo 13 Sagan visitaba diferentes mundos. ¿Cómo imaginaríamos esos
mundos con el conocimiento que tenemos hoy en día de planetas extrasolares? A
mediados de los 90 se encontraron los primeros planetas fuera del sistema
solar, y desde entonces el número no ha dejado de crecer. Sólo el observatorio
espacial Kepler de la NASA añadió 2600 mundos más [1]. La imagen que se nos
muestra de estos mundos es muy distinta a la imagen de nuestro sistema solar y
nos han ayudado a entender que el nuestro quizá no es un sistema planetario tan
común como pudiéramos pensar.
Si
los datos son ciertos, abundan los Júpiter calientes, planetas gaseosos con
órbitas muy cercanas a su estrella (años que duran horas), también
Supertierras, con base rocosa y con masas varias veces superiores a la de la
Tierra. Hay planetas como la Tierra en zonas de habitabilidad, pero ni son tantos
como imaginábamos, ni esta condición es garantía de un lugar con vida.
Particularidades de sus estrellas y órbitas pueden hacer estériles sus
superficies.
Poblaciones de exoplanetas detectados por el observatorio espacial Kepler de la NASA.
(Crédito: NASA / Rick Chen https://www.nasa.gov/image-feature/ames/kepler/exoplanet-populations )
(Crédito: NASA / Rick Chen https://www.nasa.gov/image-feature/ames/kepler/exoplanet-populations )
Antes
de descubrir estos mundos teníamos descartada la posibilidad de encontrar
civilizaciones en determinados sistemas estelares. Por ejemplo, nadie fijaría
su atención en las estrellas gigantes y supergigantes por su corta vida, de
pocos millones de años. Si hubiera que apostar, muchos lo hubieran hecho por
las estrellas enanas rojas [2]. Son las más abundantes en el Universo y su
existencia puede prolongarse cientos de miles de millones de años, con planetas
rocosos que pueden permanecer a corta distancia de su estrella y al mismo
tiempo estar en zona de habitabilidad. Sin embargo, la ciencia ha descubierto
que todas las estrellas pasan por un periodo de variabilidad donde las
fulguraciones de la estrella pueden causar daño a los planetas que las orbitan.
En el caso de las enanas rojas este periodo es extremadamente largo y
provocaría que los planetas que pudieran albergar vida estén expuestos a
radiación que los esterilizaría, convirtiéndolos en eriales.
Entonces,
¿dónde debemos buscar vida inteligente? La respuesta no es fácil. Las
generaciones de estrellas se clasifican en lo que denominamos poblaciones. Las
estrellas de Población I, a la que pertenece el sol, se sitúan habitualmente en
las zonas más alejadas del centro de las galaxias. Es la generación más
reciente de estrellas, de relativa nueva hornada. Cuentan en abundancia con
elementos químicos distintos del hidrógeno y el helio, (lo que se denomina
metalicidad). Las estrellas de Población II se sitúan en los núcleos
galácticos, con apenas elementos químicos distintos del hidrógeno y el helio y
son con diferencia más viejas; por lo que las posibilidades de existencia de
planetas rocosos en ellas caen drásticamente. Hay una Población III mucho más
antigua de la que no hay evidencias, pero si indicios, que sería la primera
generación de estrellas conocidas, en los albores del universo. Nos quedamos
pues con estrellas de Población I como candidatas a albergar planetas rocosos.
De hecho, por duración necesaria para la evolución y estabilidad en su aporte
energético son enanas naranjas y amarillas (como nuestro sol) de Población I
las mejores candidatas.
¿Y
cómo ha de ser un planeta donde surja una civilización? Al menos lo
suficientemente grande como para desarrollar atmósfera, pero sin llegar a ser
supertierras, donde los modelos apuntan a mundos oceánicos sin una superficie
donde desarrollar tecnología, o supertierras con atmósferas densas que
impedirían a una posible civilización conocer la existencia de un universo
fuera de ella y mucho menos salir de él debido a la fuerte gravedad. Tampoco
nos detendremos en supertierras rocosas y sin atmósfera. Para más complicación,
nuestra observación de exoplanetas nos señala que los planetas del tipo
Júpiter, en estrellas como la nuestra, tienden a migrar al interior del sistema
planetario, destrozando cualquier planeta rocoso que encuentren a su paso, como
bolas de demolición. En nuestro sistema solar, la aparición de un planeta como
Saturno situado a la distancia exacta para entrar en resonancia con Júpiter
evitó que éste arrasara con el Sistema Solar interior [3].
La
ecuación de Drake, que nos hacía soñar con innumerables civilizaciones
inteligentes, se diluye ante nuestros nuevos conocimientos. El Universo que hoy
conocemos reúne las condiciones para la vida por doquier, sin embargo, es un
universo restrictivo para que la evolución de ésta permita la aparición de
civilizaciones.
Volvamos
a la Tierra, donde la vida apareció muy pronto, pero la evolución se tomó las
cosas con cierta calma. Durante 4.000 millones de años la vida se extendió y
hubo evolución, aunque muy lenta. No fue hasta la explosión cámbrica hace algo
más de 500 millones de años que surgieron organismos complejos, de los cuales
han surgido la mayoría de las ramificaciones del árbol de la vida.
En
nuestro mundo se dieron las condiciones para la aparición de la vida, lo que se
produjo y llevó como consecuencia a la existencia de la civilización humana.
Sin embargo, correlación no implica causalidad. Olvidamos que, por el camino,
han quedado extinguidas ramas enteras de ese árbol de la vida, o árboles de la
vida distintos como la biota de Ediacara, anterior a la explosión cámbrica.
Todas las especies desaparecidas a lo largo de las grandes extinciones
conocidas nos recuerdan que el éxito de la vida ni está asegurado ni conduce a
civilización alguna. Así pues, debemos desterrar este sesgo de supervivencia.
Tras
muchos años escudriñando el cielo en búsqueda de compañeros de existencia, sin
haber obtenido pruebas convincentes de ello, conviene que reflexionemos sobre
el valor de la humanidad, por ser la única especie inteligente conocida.
Tenemos el deber de sobrevivir, no solo nos lo debemos a nosotros mismos, sino
al Universo entero. Hay cierta posibilidad que seamos una de las primeras
manifestaciones de un universo observándose y entendiéndose a sí mismo. Y
configura la pregunta que hizo Sagan de una manera totalmente distinta:
¿Quién
habla en nombre del Universo?
Referencias:
[1]
NASA Retires the Kepler Space Telescope
[2] Schirber, Michael
«Can Life Thrive Around a Red Dwarf Star?»
[3] F. S. Masset, J. C.
B. Papaloizou “Runaway Migration and the Formation of Hot Jupiters”
Fernando Ortuño
Guerrero.
Graduado
Universitario.
Responsable de Proyectos
de Investigación Aeroespacial. Presidente de la Asociación de Divulgación
Científica de la Región de Murcia.
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