martes, 23 de junio de 2020

Elogio a la pequeñez - Andrés Gomberoff

10.3
Elogio a la pequeñez.
Al filo de la eternidad.





Las primeras notas del tercer movimiento de la Symphony to the powers B, del compositor griego Vangelis, no dejan indiferente a ningún científico de mi generación. Al menos a los físicos y astrofísicos que fuimos niños en los 80s.  Durante los primeros años de esa década se estrenaba la serie de TV cosmos en los distintos países de habla hispana, y éramos muchos los que semana a semana esperábamos impacientes frente al televisor que las delicadas notas de piano comenzaran a flotar sobre esos etéreos paisajes sintetizados, mientras efectos especiales de vanguardia para la época nos sumergían en un viaje entre brillantes y anaranjadas galaxias. Los créditos en gruesas letras blancas mostraban un curioso subtítulo: “un viaje personal”. ¿Cómo podía ser personal el viaje que Carl Sagan nos proponía?, ¿no era justamente la ciencia la menos personal de las experiencias humanas?, ¿no se trataba de conocimiento objetivo y consensuado, fuente de tecnología y bienestar público?  Los comienzos de los 80 fueron años de importantes innovaciones tecnológicas que cambiaban nuestras vidas: los ordenadores comenzaban rápidamente a popularizarse, los discos de vinilo se reemplazaban por pequeños y opalescentes CD, y en la TV veíamos el lanzamiento de los primeros transbordadores espaciales. No parecía haber límites para la especie humana, y eso se reflejaba en la cultura televisiva de esos años, en donde la ciencia era invariablemente asociada a desarrollos tecnológicos, a delantales blancos, a desgarbados e incomprensibles “científicos locos”.
El viaje de Carl Sagan era personal porque era hacia el interior. Allí no veríamos ningún dispositivo electrónico y la única nave espacial era la “nave de la imaginación”, que nos llevaba a recorrer el universo y a emocionarnos con sus misterios y con el rol que los humanos jugamos en él. La clave de Sagan era, precisamente, la emoción: el profundo recogimiento que provoca en nosotros el acercarnos a la naturaleza. La ciencia no era otra cosa que esa nave de la imaginación. Una herramienta para conectarnos con el universo y vivir la más personal de las experiencias humanas. La invitación, además, no venía de un personaje extravagante, nerd, lejano. Venía de un hombre preocupado de su aspecto, de gran oratoria y magnetismo. Uno que quizás incluso escuchaba a The Cure en su personal stereo y miraba partidos de fútbol los domingos bebiendo cervezas.
De todas las maravillas que se sucedían en ese viaje, una de las más seductoras era la magnitud de nuestra pequeñez. La Tierra era mostrada como apenas una mota de polvo flotando en un vasto e inabarcable universo, en el que nuestra especie ha existido apenas una fracción despreciable de su larga existencia. Célebre era la aflicción que Sagan tenía por subrayar esa pequeñez mostrando algunos números que esconde la naturaleza: “hay cientos de miles de millones de galaxias en el universo observable, cada una de las cuales cobija a un número similar de estrellas”. Así, mostraba que debía haber unas 1022 estrellas en la galaxia. Especulaba que la cantidad de planetas debía ser similar a la de estrellas, es decir:
10.000.000.000.000.000.000.000
Los cálculos actuales no difieren mucho de estos números enormes, que para Sagan implicaban que muy probablemente el universo estaba rebosante de vida. Por esos años aún no se había observado ningún planeta fuera del sistema solar. Hoy ya se han detectado miles de mundos que giran alrededor de estrellas lejanas en nuestra galaxia. No tenemos nada de especial. O quizás sí. Al menos somos conciencia e inteligencia. Sagan, ligado al proyecto SETI, gastó parte de su vida en buscar señales de otras civilizaciones inteligentes.  No tuvo éxito. ¿Seremos acaso los únicos ojos de los que dispone el universo para mirarse a sí mismo?, ¿las únicas mentes que pueden comprenderlo y admirarlo? Probablemente no. Las últimas décadas han sido una buena lección de humildad, que a través de otros números enormes nos muestra la pequeñez de nuestra inteligencia.
Ya por los años en que Cosmos estaba al aire había un número que comenzaba a desvelar a los físicos teóricos. Sin duda el número más grande que jamás haya aparecido en ciencia. Lamentablemente no se trataba de una observación. Se trataba de una discrepancia. El número es 10120, cien trillones de gúgoles:
1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000
Es la razón entre el valor que predecimos de una cantidad conocida como la constante cosmológica y el valor que observamos. La constante cosmológica fue una creación de Albert Einstein, que introdujo en 1917. Se trata de una adición a sus ecuaciones de la gravitación universal – la relatividad general – que, a distancias grandes, provoca que la interacción gravitacional sea repulsiva. Por extraño que esto parezca, el truco era necesario para modelar un universo estático. Si el universo está lleno de materia de un modo más o menos homogéneo, la atracción gravitacional lo tiende a comprimir, arrastrando con ella el tejido mismo del espacio, contrayéndolo. El universo, de este modo, no puede ser estático. Como una piedra abandonada en el aire puede elevarse mientras frena o caer aumentando su rapidez. Pero no puede congelar su movimiento. A menos claro, que una fuerza hacia arriba contrarreste a la gravedad. La propuesta de Einstein era que la gravedad misma proveía esta fuerza a grandes distancias, permitiendo un universo estático como el que vemos a simple vista. Pero el universo estático de Einstein tenía muchos problemas que lo invalidaban. El más importante llegó en 1925, cuando Edwin Hubble confirmó que las galaxias se alejan de nosotros a velocidades proporcionales a su distancia.  El universo se estaba expandiendo. La constante cosmológica dejaba de ser necesaria.
Por otra parte, ya bien establecida la mecánica cuántica no había ninguna duda para los físicos teóricos de que el vacío absoluto no podía existir: pequeñas fluctuaciones en forma de pares de partículas que se creaban y se aniquilaban, o una energía potencial no nula almacenada en los campos de materia, siempre lo contaminaban. El campo gravitacional interactúa con cualquier forma de energía, por lo que esta “energía del vacío” ejerce una influencia gravitacional. Más aún, las teorías implican que su efecto es idéntico al de la constante cosmológica. La magnitud de esta no la podemos calcular de manera precisa, ya que no conocemos el comportamiento de la gravedad a escalas muy pequeñas, esto es, la mecánica cuántica del campo gravitacional, pero podemos hacer una estimación gruesa. Y allí es donde llegamos a ese número inabarcable: La constante cosmológica debe ser muchísimo más pequeña. Al menos cien trillones de gúgoles más pequeña para ser compatible con el universo que observamos.

¡Energía del vacío! Credit: CC0 Public Domain

A pesar de la discrepancia, los físicos de los años 80 no estaban demasiado preocupados. Si las observaciones eran compatibles con un universo sin constante cosmológica, entonces debía existir algún mecanismo, aún por descubrir, que obligara a la energía del vacío a anularse. Este tipo de mecanismo es común en física, y suele asociarse a simetrías: cambios que podemos hacer sobre los protagonistas de una teoría sin que esta lo note, como cuando giramos un cuadrado perfecto en 90 grados en torno a su centro.  Es precisamente una simetría de la teoría electromagnética, por ejemplo, la que predice que la masa del fotón debe ser exactamente igual a cero.
Pero en 1998 cae un gran balde de agua fría. Dos grupos de astrofísicos publican un descubrimiento asombroso: observando supernovas lejanas encuentran que la velocidad de expansión del universo no está disminuyendo, sino que, por el contrario, está aumentando.  Saul Perlmutter, Brian Schmidt y Adam Riess ganan el premio Nobel de física en 2011 por esta hazaña. Este fenómeno puede ser explicado asumiendo la existencia de una constante cosmológica que otorgue a la gravitación ese carácter repulsivo que Einstein deseaba.  Pero si la constante cosmológica no es igual a cero, entonces el mecanismo de relojería que los físicos estaban buscando debía ser mucho más intrincado. Ya no era suficiente explicar el porqué la constante cosmológica era tan pequeña, había que explicar además por qué era tan grande. De hecho, aunque gúgoles más pequeña que aquella que predecía una estimación ingenua, aún es suficientemente grande como para representar nada menos que el 70% del contenido energético del universo.  Hoy la llamamos energía oscura y sigue siendo uno de los enigmas fundamentales de la ciencia. El destino del universo depende de su comportamiento. Si la densidad de energía oscura se mantiene constante –caso en que sería indistinguible de la constante cosmológica original de Einstein- la expansión acelerada seguiría adelante hasta que las galaxias se pierdan de vista unas de otras, mientras el combustible de las estrellas se consume y el universo se va apagando en un frío, oscuro y eterno invierno final. Pero es difícil hacer predicciones sin entender mejor la naturaleza de esta energía oscura. Menos aún cuando del 30% restante de energía, solo un sexto corresponde a la materia que conocemos y que describe el modelo standard de las partículas elementales. El resto es la “materia oscura”, otra extraña forma de energía que postuló la astrónoma Vera Rubin en los años 70 y cuya existencia ha sido confirmada en distintas observaciones independientes a lo largo de las décadas que siguieron.  De este modo, las últimas 5 décadas han ido confirmando el hecho de que el 95% del contenido del cosmos no lo entendemos en absoluto. Peor aún, nuestras teorías dan origen a estimaciones erradas en trillones de gúgoles. Parece entonces que la más profunda lección que nos ha dado el cosmos desde aquel día en que escuchamos los créditos finales del decimotercer y último episodio de la serie de Sagan es una sola. Nuestra descomunal pequeñez no es solo espacial y temporal. Más abrumadora aún es la pequeñez de nuestra capacidad de entendimiento. Al igual que el universo, el océano de nuestra ignorancia parece crecer aceleradamente ante nuestros ojos, a menudo dejándonos en ridículo. A pesar de eso, es precisamente ese el océano que nos atrae, que nos emociona, que estimula la empresa científica. Un océano al que muchos de nosotros, después de ver la serie Cosmos, no pudimos sacarle los ojos de encima jamás.

Andrés Gomberoff.
Doctor en Física.
Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile.
Investigador del Centro de Estudios Científicos, Valdivia.


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