martes, 23 de junio de 2020

A vueltas con los astros, todavía - Enrique Joven Álvarez

3.2
A vueltas con los astros, todavía.
La armonía de los mundos.





¿Qué son cuarenta años, cuarenta giros de la Tierra alrededor del Sol?
Casi nada medidos en la escala cósmica que tanto gustaba a Carl Sagan. Menos incluso que la duración del sonido emitido por el silbato de un árbitro, si usamos como referencia el nuevo sistema métrico deportivo instaurado por la prensa del siglo XXI, y que tan sumisamente hemos adoptado como propio, haciendo de los campos de fútbol áreas fácilmente reconocibles y longitudes inequívocamente mensurables. Cuarenta años no es nada. Sin embargo, es el tiempo transcurrido desde que el Maestro nos habló. ¿Maestro en sentido religioso? Nunca. No hubiera querido para sí esa denominación el añorado Carl Sagan, aunque se convirtiera para muchos de nosotros, adolescentes en aquella época, en faro y guía de nuestro destino. Hasta aquí hemos llegado, permítanos llamarle Maestro, convertidos en científicos. O en algo parecido. Y estamos para rendirle homenaje.

Muchos, no todos, ya no confundimos Ciencia y Fe. Y también sabemos distinguir Astronomía (con mayúscula), de astrología (con minúscula). Pero ¿qué queda de aquel capítulo de Cosmos en el que tan amargamente Sagan se quejaba de la visibilidad -palabra manoseada hasta el hastío en estos días- de los modernos horóscopos y otras seudociencias? Por desgracia, bastante. Toda nuestra vertiginosa y maravillosa revolución tecnológica, que ni Sagan ni nadie pudieron prever, no ha bastado para terminar con la superstición. Pruebe a teclear “Aries” en Google y obtendrá millones de resultados, obviamente diferentes. Porque en eso no ha cambiado nada. Ni en cuarenta años, desde Carl Sagan, ni en cuatrocientos, desde Tycho Brahe y Johannes Kepler, dos de los héroes del Renacimiento a cuyos formidables descubrimientos Sagan dedicó buena parte de su tercer capítulo en la inmarcesible obra Cosmos.

En mi propia aventura vital personal, Tycho y Kepler marcan un hito, puesto que ellos centran un par de novelas que he despachado, con desigual fortuna, dentro de mi modesta y poliédrica -valga la comparación kepleriana- actividad divulgadora. Recuerdo aquí haber leído un suceso al respecto atribuido al propio Tycho Brahe, extraído de una de sus múltiples biografías, y que reproduzco libremente. Cuentan las crónicas que, en cierta ocasión, el noble y famoso astrónomo -y astrólogo, entonces quehaceres casi indistinguibles-, fue abordado por otro noble de la corte danesa, siendo reprochado por este a causa de los fallos de sus predicciones. Ni eran certeras, ni coincidían con las de los demás astrólogos, también dispares. Tycho Brahe, la mente matemática más brillante del siglo XVI en todo el norte de Europa, no tardó en replicar: «Si mis predicciones basadas en los astros del Cielo no son exactas es porque las posiciones de las estrellas y planetas tampoco lo son. Habría que medir mejor las cosas.» Con esto Brahe no solo consiguió cierta financiación económica para su proyecto, sino que además terminó dedicándose a lo que realmente le apasionaba. Ya antes, con solo dieciséis años y habiendo pasado por las mejores universidades europeas de la época, había tomado la decisión de volver a medir desde el principio las posiciones de todos los objetos estelares conocidos. Dedicó cuarenta años -otra vez el número mágico-, a esta tarea titánica, hasta su extraña muerte que, curiosamente, sigue de actualidad… cuatrocientos años después.

Tycho Brahe consiguió el apoyo incondicional del rey danés y de buena parte de la nobleza a la que pertenecía para sus investigaciones astronómicas. Se calcula que más del cinco por ciento de la riqueza danesa se invirtió en su causa. Un porcentaje tan elevado de gasto en un solo país para una cuestión científica tan específica es tan inusual antes como ahora, donde solo es comparable el programa Apolo, que en los Estados Unidos presididos por J.F. Kennedy dedicó una cantidad similar de recursos para llevar el hombre a la Luna. A la que, por cierto, seguimos sin volver, cincuenta años después. A estas alturas Sagan ya nos imaginaba, como mínimo, pisando Marte. ¡Ay, Maestro, qué mal lo hemos hecho!

Pero volvamos a Tycho y a su ilustre discípulo, el también enorme matemático alemán Johannes Kepler, padre de las leyes físicas que llevan su nombre y uno de los artífices de la ciencia moderna, de la cual el genio de Isaac Newton nos reveló sus principales secretos. Para no caer en la repetición de lo que tan bien nos explicó Sagan en Cosmos, abundaremos aquí en las novedades. Sí, novedades de hace cuatrocientos años tras cuarenta años. Y no es que hayan surgido cambios en los cálculos orbitales de Kepler o en las interacciones gravitatorias de Newton -de hecho, podemos ir perfectamente de un planeta a otro con nuestras modernas sondas, usando únicamente la mecánica clásica, tal es su precisión-, sino que, nuevamente, la malicia y superstición del ser humano han hecho de las suyas. Y vean cómo.

Hace unos pocos años, en 2004, un libro escrito por una pareja de periodistas estadounidenses fuertemente relacionados con movimientos anticientíficos de ese país extendió la teoría de que Johannes Kepler habría asesinado a Tycho Brahe para robarle sus datos astronómicos. La noticia corrió como la pólvora en esta sociedad sensacionalista, supersticiosa y amiga de bulos en la que nos toca vivir. Internet propaga toneladas de información por todo el mundo sin discriminar, pero los filtros, en ocasiones, brillan por su ausencia. Sagan leyó en su día horóscopos en la prensa escrita, pero nosotros podemos leer hoy en la red de redes las ocurrencias de terraplanistas convencidos (sí, cuatrocientos años tras Copérnico, Kepler y Galileo y seguimos pensando que la Tierra es un plato de sopa), de colectivos antivacunas (incluso tras la pavorosa pandemia del virus Covid-19) y de numerosos conspiranoicos de variado pelaje al volver de cada web. Tan grande fue la sospecha de la opinión pública sobre los héroes del tercer capítulo de Cosmos, y tanta la desazón entre la comunidad científica, que no hubo más remedio que exhumar al astrónomo danés en el año 2010 para realizar los pertinentes estudios forenses. Que arrojaron el resultado, un par de años más tarde y tras un sinfín de comprobaciones, de la inexistencia de metales pesados como el tóxico mercurio en sus restos mortales, de que no había sido envenenado ni por Kepler ni por nadie, y de que la teoría de su fallecimiento prematuro a causa de una infección urinaria tras un extraño incidente protocolario era la más probable causa de su defunción.

Dejando atrás la triste anécdota mencionada, la singular pareja formada por Tycho Brahe y Johannes Kepler nos sigue deparando extraordinarias sorpresas a los astrofísicos. Si bien ambos son conocidos principalmente por sus contribuciones al modelo heliocéntrico -Tycho quedándose a medio camino con su concepto mixto, Kepler acertando de pleno en la formulación elíptica de las órbitas planetarias-, también son muy conocidas sus contribuciones en el campo de las supernovas, aunque este concepto sea mucho más moderno. Y es que el destino es caprichoso. Hasta la fecha, y a menos que la estrella supergigante roja Betelgeuse se adelante a los acontecimientos, o haga lo mismo la igualmente enorme e hipermasiva azul Eta Carinae, las dos últimas supernovas conocidas que han estallado en nuestra galaxia, la Vía Láctea, son, precisamente, la «nova» observada por Tycho Brahe (en el año 1572) y la estudiada posteriormente por Johannes Kepler (en el 1604). Es una casi increíble casualidad que dos de los mejores astrónomos del Renacimiento, que vivieron y trabajaron juntos, reportaran este extrañísimo espectáculo celeste con sendas supernovas, y aún más que no se haya vuelto a repetir hasta nuestros días.



Monumento a Tycho Brahe y Johannes Kepler en Praga. 
Crédito: Imagen de dominio público aportada por el autor del texto.



La nova observada por Tycho Brahe supuso un antes y un después en el inmóvil concepto aristotélico que se tenía del firmamento. Tan brillante que podía observarse incluso de día, Tycho trabajo en ella con fervor, comprobando que no podía determinar su paralaje, por lo que se debía encontrar mucho más allá de las esferas de los planetas y que, obviamente, tampoco se trataba de ningún cometa a los que ya Brahe había sacado con sus precisas mediciones de la esfera terrestre. Concluyó que se trataba, en efecto, de una nueva estrella. Esto no había ocurrido nunca, y rompía con el orden estricto de los cielos. Sus detalladísimas observaciones de la nueva estrella, aparecida en la constelación de Casiopea, le granjearon la admiración de los astrónomos europeos, que ya consideraban a Brahe, que solo tenía veintisiete años, como el mejor de ellos. Las observaciones de Kepler y su propia supernova fueron mucho más tardías, e igualmente Kepler -ya matemático imperial de Rodolfo II de Bohemia, habiendo sucedido en el cargo a su maestro y protector Tycho Brahe- era considerado el mejor entre los suyos. En este caso, Kepler observó una curiosa alineación de la nueva estrella -aparecida en la constelación de Ofiuco- con Marte y Júpiter, lo que desató en él de nuevo la duda de un posible significado astrológico, aunque en realidad lo que hizo finalmente fue alimentar la teoría de que un fenómeno semejante podía haber ocurrido con la estrella de Belén. De hecho, la teoría de Kepler acerca de la estrella sagrada, basada en alineaciones relativas de planetas, sigue siendo una de las explicaciones más plausibles al relato bíblico, dada la precisión de los cálculos realizados por el astrónomo alemán a partir de las efemérides calculadas con sus elaboradísimas tablas.

Hoy en día, la justamente llamada «estrella de Kepler», es la última supernova aparecida en nuestra galaxia, y fue visible a simple vista durante dieciocho meses. Es del tipo «Ia» y se encuentra a unos veinte mil años luz de la Tierra. Su origen parece ser un sistema estelar binario formado por una gigante roja y una enana blanca. En cuanto a la también llamada «supernova de Tycho» se creía que, debido a su espectro de rayos-X, fuera igualmente del tipo «Ia», lo que fue confirmado con recientes observaciones publicadas en el año 2008. Se calcula que puede estar a unos nueve mil años luz de distancia, siendo su origen un debate abierto entre la comunidad científica.


Enrique Joven Álvarez.
Doctor en Ciencias Físicas.
Ingeniero del Área de Instrumentación del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), Tenerife.


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