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martes, 23 de junio de 2020

Curiosidad innata, niños y científicos - Francisco Guinea

7.1
Curiosidad innata, niños y científicos.
El espinazo de la noche.





La adaptación del ser humano a su entorno es lenta. La ventaja de nuestra especie frente a otras es su capacidad de readaptarse y enfrentarse a situaciones diferentes. Esta flexibilidad es en parte innata, y también en buena parte aprendida. El proceso de aprendizaje lleva muchos, muchos años, y, seguramente continúa durante toda nuestra vida. La fascinación y el atractivo que para los seres humanos tiene el descubrimiento de cosas nuevas se aprecia especialmente en los niños.
Este interés por lo nuevo, por aprender, es también lo que ha conducido al desarrollo de la ciencia. La actitud científica es similar a la de un niño. Lo óptimo es admitir la ignorancia propia, y el estar abierto a la existencia de fenómenos cuya explicación puede ser complicada, y cuya comprensión requiere mucho tiempo. De la misma manera que un niño pregunta el porqué de las cosas, esperando que exista una respuesta, el científico confía en que cualquier fenómeno de la naturaleza tendrá una explicación racional, por muy complicada que esta sea.
Esta esperanza en la comprensión total del universo es seguramente un comportamiento instintivo, muy relacionado con las reacciones que tenemos de niños. No es del todo consistente con el método científico desarrollado a partir del Renacimiento, que favorece la duda sistemática. En el fondo, casi todos los científicos confían en explicaciones comprensibles de lo que ocurre en el mundo que nos rodea. El estudio de los límites de la propia ciencia se deja a filósofos, no se hace por científicos.
El interés por la naturaleza no sólo ha llevado a la ciencia. También está en la base de la filosofía y la religión. Un niño, de la misma forma que la humanidad en sus comienzos, no tiene un conjunto de conocimientos acumulados que le permiten determinar con precisión la frontera entre los sentimientos individuales y los sucesos que ocurren independientemente de su propia existencia. Igual que la humanidad a sus comienzos, un niño a veces proyecta sentimientos humanos a los animales, las montañas, o los astros.
La ciencia moderna se separa de otras modalidades de explicación del mundo y se comienza a desarrollar en la Italia del Renacimiento. Galileo propone indagar los fenómenos naturales directamente, sin pasar por el filtro de prejuicios subjetivos (algunos filósofos griegos ya habían iniciado este enfoque, pero sin hacer experimentos ellos mismos). Las observaciones de Galileo sobre el movimiento de los cuerpos terrestres, y también de los astros, inicia el estudio de la naturaleza sin hacer suposiciones previas, aceptando que nuestro conocimiento es limitado.
Investigaciones al estilo de las que comenzó Galileo, en el siglo XVII, se extendieron por muchos países, y las personas interesadas se asociaron en sociedades científicas. Los miembros de estas sociedades eran personas ilustradas con mucho tiempo libre, que consideraban el estudio de la naturaleza como un juego, un pasatiempo. Las sociedades científicas contribuían a la difusión de resultados considerados de interés, y aparecieron las primeras revistas científicas, que difundían los resultados más interesantes. Las sociedades más importantes, así como sus revistas, existen aún en la actualidad. La ciencia se convirtió, durante el siglo XVIII en una actividad muy internacionalizada, y los resultados se difundían, al menos por toda Europa, con bastante celeridad.

Reunión en la Royal Society of London, fundada en 1660. Una de sus revistas, Philosophical Transactions of the Royal Society, fundada en 1665, se sigue publicando en la actualidad.

La actividad de los científicos del Renacimiento no se puede separar de los avances técnicos que ocurrieron simultáneamente. La comprensión del movimiento de los astros facilitó la navegación, y avances en mecánica cambiaron armas y herramientas. La ciencia llevó a aplicaciones prácticas, posiblemente muy por encima de lo que esperaban los científicos de la época.
La Revolución Industrial, a principios del siglo XIX mostró de forma contundente la utilidad de la ciencia. También supuso el fin de la “ciencia recreativa”, más próxima a las actividades de un niño que explora al azar el mundo que le rodea. Es interesante señalar, que el inicio de la Revolución Industrial fue realizado gracias al esfuerzo de artesanos con ingenio que trabajaban en sus propios talleres, al margen de las universidades y de las sociedades ilustradas. Los avances técnicos pronto llevaron a ser racionalizados de forma científica, y los avances científicos aceleraron los desarrollos técnicos. La actividad en investigación pasó de las sociedades científicas a un nuevo tipo de universidades donde la ciencia y la técnica tenían un papel semejante a las disciplinas humanísticas más tradicionales.
La relación entre la ciencia básica y las aplicaciones industriales llevó a que la investigación científica se convirtiera en una parte importante de la actividad humana. Este cambio se ha comparado al comienzo del lenguaje, o a la revolución que supuso la agricultura.
Quizá el ejemplo más destacado de esta transición de la ciencia académica a la tecnología sea las ecuaciones de Maxwell, que describen los campos electromagnéticos. A mediados del siglo XIX, y partiendo de experimentos y observaciones realizados por un técnico muy inteligente sin formación especializada, Michael Faraday, un físico teórico y profesor universitario, James Maxwell, formuló una teoría matemática que describía la propagación de ondas (aún no observadas) en el vacío. Las consecuencias de este descubrimiento, inicialmente de interés puramente académico, son obvias. El conocimiento de las ondas electromagnéticas y de sus propiedades, ha afectado prácticamente todas las actividades cotidianas del ser humano. Aún no se han agotado las consecuencias del avance en el conocimiento básico iniciado por Faraday y Maxwell.
Un ejemplo parecido, pero inverso, es el de unos artesanos con unos conocimientos muy sólidos de física de fluidos, y de lo que luego se llamó aerodinámica, los hermanos Wright, que iniciaron la industria de la aviación en un taller de construcción y reparación de bicicletas.
Desde el final del siglo XIX la ciencia y la técnica han ido estrechamente unidas. Las grandes guerras del siglo XX demostraron la relevancia de la investigación en temas aparentemente muy alejados de nuestro mundo cotidiano, como la física nuclear. La ciencia lleva a nuevas técnicas y aparatos, desde los transistores a los satélites artificiales. A su vez, dispositivos basados en avances tecnológicos permiten fabricar nuevos instrumentos para la investigación científica, como el microscopio de barrido, que permitió visualizar átomos.
El papel de la investigación científica en los avances tecnológicos y en la economía en general no ha hecho que se abandonen temas considerados de interés más puramente intelectual, aunque la parte más importante de los fondos dedicados a la investigación van a temas con aplicaciones bien definidas. Descubrimientos que inicialmente no parecían tener una relación clara con el desarrollo de nuevas técnicas, como el láser, o más recientemente, la teoría de números, han tenido consecuencias inesperadas (por ejemplo, la teoría de números sirve de base a las técnicas de encriptación, y se usa en muchos temas relacionados con el “big data”).
Quizá la prueba más clara de lo mucho que se ha avanzado en la comprensión del mundo que nos rodea es el hecho de que la ciencia actual maneja conceptos y teorías muy alejados de la experiencia cotidiana, pero que se demostraron necesarios para explicar muchos fenómenos.
Los seres unicelulares, los virus, y el código genético, son temas muy alejados de la fauna y flora que comenzó estudiando la biología. La teoría de la relatividad de Einstein cambio los conceptos de tiempo y espacio. Aún más sorprendente, el mundo de los átomos (ya predichos en la antigua Grecia por Leucipo de Mileto y por Demócrito) requiere, para su descripción, de nuevas ideas, formuladas en la física cuántica. Estos conceptos se apartan e incluso contradicen nuestra intuición sobre los procesos naturales, formada a partir de experiencias con objetos muy diferentes a los átomos.
Como en otras actividades humanas, la aceptación de estos cambios radicales en nuestra concepción de la naturaleza lleva a fuertes polémicas y los cambios necesitan tiempo para asentarse. El hecho de que la ciencia esté basada en una crítica constante de los conocimientos establecidos, y el que las últimas pruebas sean la observación y el experimento, hacen que, finalmente, las discusiones se resuelvan sin ambigüedad.
Los avances científicos, por definición, son altamente imprevisibles (pese a lo que esperan las agencias que financian la investigación). La misma naturaleza de la ciencia, que implica un cuestionamiento continuo de las ideas aceptadas, implica el que los avances ya existentes no sirvan demasiado para prever los avances futuros.
Una proporción considerable de nuevos descubrimientos provienen de trabajos generalistas, y sin una meta estrechamente definida. Otros descubrimientos son consecuencias inesperadas de investigaciones con objetivos poco relacionados con el resultado final (por propia experiencia, el grafeno, y otros materiales bidimensionales, son un buen ejemplo de ello). La ciencia actual, además, no se separa en comportamientos estancos, y una parte considerable de resultados importantes provienen de la interacción entre varias disciplinas. Por ejemplo, el desarrollo de dispositivos superconductores para medidas de alta precisión, cuyo objetivo inicial fue la mejora de las técnicas de investigación en física y química, ha tenido consecuencias muy relevantes en biomedicina.
En la actualidad, la mayor parte de los investigadores en activo se concentran en temas de aplicación más o menos directa. Sin embargo, la investigación generalista, movida por la curiosidad innata en el ser humano, sigue siendo una parte crucial en el avance de la ciencia, además de enriquecer el acervo cultural de la humanidad.


Francisco Guinea.
Doctor en Física.
IMDEA Nanociencia, Madrid.
Donostia International Physics Center, San Sebastián.


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