Cielo e infierno.
Heaven and Hell, Cielo e Infierno, o más bien Paraíso e Infierno,
dado que el termino anglo heaven es
bien distinto de sky, con unas
connotaciones que la palabra castellana cielo no da en todas sus tonalidades:
así titulaba Carl Sagan uno de sus capítulos de Cosmos más emblemáticos. Cuando
se me propuso escribir un breve ensayo sobre él, se me ofrecieron distintas
disyuntivas todas ellas relacionadas con la temática del capítulo. A mí en
particular, dado mi trabajo en Exoplanetología y Arqueoastronomía, me llamaron
la atención dos: el planeta Venus en la ficción y en la realidad, y Venus como
ejemplo de efecto invernadero. Poco podía imaginar cuan relacionadas ambas
temáticas están con uno de los mayores dilemas de nuestro tiempo, la emergencia
climática. Y sobre eso es sobre lo que finalmente quiero hablarles.
Cuando Sagan
escribió Cosmos vivíamos en la era en que todo era posible. La Unión Soviética
aún existía y nuestros temores, nuestro particular infierno, era el invierno
nuclear causado por una deflagración mundial que solo era evitado por el miedo,
de sobras motivado, a una destrucción mutua asegurada. Aparentemente, nadie
podía prever el colapso de la URSS solo unos años después. Uno de los motivos
por los que la URSS resplandecía en apariencia era su ciencia. Y uno de los
aspectos por los que la ciencia soviética parecía destacar era su carrera
espacial que les había permitido, no solo poner al primer cosmonauta en órbita,
sino mapear la cara oculta de la luna o poner sondas en la superficie del
planeta Venus, las famosas “Venera”.
Una de las
cosas que nos enseñaron las sondas Venera es que nuestro vecino en el sistema
solar, icono de la belleza o de la prosperidad en la mente humana, era sin
embargo lo más perecido al Infierno que cabría esperar. Pero no siempre fue
así. Venus y la Tierra no eran tan diferentes en sus orígenes, ambos tenían
tamaños y gravedades similares y podían haber seguido caminos paralelos pero…
¡ay! Venus estaba un poquito más cerca del Sol, era algo menos denso y algo
enigmático había ocurrido en sus orígenes que había generado una rotación
totalmente anómala, demasiado lenta y retrógrada. A pesar de encontrarse en la linde interna de
la Zona de Habitabilidad dinámica de nuestra estrella, donde también se
encuentran la Tierra y Marte, el planeta, carente de placas tectónicas, más
seco que el nuestro, y con una atmósfera muy densa de dióxido de carbono,
se encaminó hacia el desastre a causa de lo que se conoce como runaway greenhouse effect, o efecto
invernadero desbocado, que lo convertiría en el Infierno que es hoy en
día. Un buen espejo en que mirarse en
estos tiempos de quema desbocada de combustibles fósiles (y de los bosques),
con el consiguiente aumento de la proporción de dióxido de carbono en el aire,
y su consecuente aumento del efecto invernadero y de las temperaturas. Esto nos
dice que nada es eterno, que no podemos confiar en que las cosas van a ser de
una determinada manera porque siempre fueron de esa manera (el siempre humano
es un tiempo muy breve en la historia de la Tierra), y que las cosas pueden
cambiar de un momento a otro cuando menos te lo esperas. Arnold Toynbee dejó
escrito que las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato. ¡Parece
profético! ¡Nuestra civilización, más que cualquier otra cosa, es con seguridad
perecedera y tiene fecha de caducidad! ¿Cuándo?
Siguiendo el
ejemplo de Jared Diamond, quien ya avisaba hace casi dos décadas en su
“Colapso” de la que podía venírsenos encima, vamos a fijarnos, como paradigma
pues lo conozco muy bien, en el ejemplo de la isla de Pascua. Durante más de
treinta generaciones, los descendientes de Hotu-Matu’a
y sus colonos polinesios habían vivido aislados en el rincón del planeta más
alejado de cualquier tierra continental, al que sus habitantes habían pasado a
denominar adecuadamente Te-pito-o-te-nua,
el Ombligo del Mundo, pues creían que ésta era la única tierra emergida que
quedaba sobre la faz del orbe (nosotros sabemos a ciencia cierta que la Tierra es el único
planeta habitable de que disponemos). Sus gentes también denominaban a su isla
como la Pequeña Rapa, o Rapa Nui,
quizás como un recuerdo de su tierra ancestral situada según la leyenda mucho
más hacia el oeste. La sorpresa de los navegantes holandeses que descubrieron
la isla un domingo de Pascua a principios del siglo XVIII (1722) debió de ser mayúscula cuando se
encontraron que una pequeña isla, no mucho mayor que la canaria de El Hierro,
estaba densamente poblada por lo que parecía ser una cultura bastante avanzada
que había, literalmente, cubierto las costas de la isla con cientos de
plataformas ceremoniales, los ahus,
sobre los que se erigían centenares de estatuas gigantescas, a las que llamaban
moais. Una agricultura intensiva
ligada a una severa desforestación y la construcción desaforada habían
convertido un paraíso subtropical en una olla a presión a punto de explotar. La
llegada de los europeos fue el detonante.
Desde su
descubrimiento, la isla sufriría una devastadora guerra civil, ligada a la
superpoblación y al colapso ecológico, en que todas las estatuas fueron
salvajemente derribadas por los descendientes de las mismas personas que las
habían erigido. Es por ello, que los ahus y los moais de la Isla de Pascua
pueden servir de metáfora del futuro que espera a nuestra civilización si no se
toman las medidas necesarias. La Figura es ilustrativa de esta idea. Los siete
moais de Ahu a Kivi, reconstruidos, muestran cómo debían lucir las cientos de
estatuas erigidas por toda la isla; sin embargo, cuando comenzó en serio al
exploración arqueológica y antropológica de Rapa Nui, a mediados del siglo XX,
todas las plataformas lucían como las de AhuVahai, con las estatuas tumbadas
boca abajo al pie de los ahu, mientras que los pukao, los sombreros de toba roja que las coronaban, habían rodado
hacia adelante y se habían esparcido por el espacio circundante en un caos
donde la entropía ejercía su dominio. Los supervivientes usarían el entorno de
las estatuas caídas como cementerio en el colapso subsiguiente, como es el caso
de Ahu Uri a Urenga te Mahina, una plataforma que en su día quizás había
servido como “observatorio” lunar. Cielo frente a infierno.
Tres ejemplos de plataformas ceremoniales de la Isla de Pascua: Ahu a Kivi (a), donde los moais han sido restaurados en su emplazamiento original; el espectacular AhuVahai (b), con todas sus estatuas derribadas; y una imagen más detallada de Ahu Uri a Urenga (c) mostrando las estatuas postradas cabeza abajo. (© J. A. Belmonte).
Para rematar
una situación ya de por sí desesperada, los asaltos de barcos esclavistas
diezmaron la población. Luego llegó la cristianización y el dominio extranjero
(primero, nominalmente, de España, luego de Chile) y la isla, con una población
de pocos centenares de habitantes tras haber estado poblada por muchos millares
(300 frente a casi 15.000, según las estimaciones, una reducción poblacional de
en torno al 98%), sería gobernada como una finca ovejera arrendada por el
gobierno chileno durante casi un siglo (la tierra esquilmada no daba para más),
con la población, en régimen de servidumbre limitada a un único núcleo
poblacional en Hanga Roa. Por ello, es quizás sorprendente que los rapanuis se
las ingeniasen para conservar parte de su cultura, guardando el recuerdo de sus
tradiciones ancestrales. Sin embargo la mayoría de la información, incluida la
técnica para transportar y erigir los moais se perderían para siempre. Mi
colega y buen amigo Edmundo Edwards ilustra perfectamente la metáfora, o la
moraleja, de todo esto en el título de un libro del que es autor, junto a su
hija Alejandra. Esta obra singular se titula “Cuando el Universo era una Isla”
y en ella podemos aprender como una civilización avanzada, capaz de prodigios
constructivos y de ingeniería, y de desarrollar una cultura superior, escritura
incluida, pudo ser a su vez capaz de acabar con su “Universo” reduciéndolo a
polvo y ruinas. ¿Seremos capaces de aprender la lección?
La Tierra ha
vivido antes cinco grandes extinciones masivas. La más famosa, la del final del
Cretácico y la única causada por un agente exógeno, un gran meteorito, fue la
que provocó la extinción de los dinosaurios (salvo sus parientes cercanos las
aves), junto a un sin fin de otras especies. Ésta fue la que permitió medrar a
los mamíferos y sin ella es posible que yo no estuviese escribiendo estas
líneas en este preciso momento. La del Pérmico, hace 250 millones de años, que
dio lugar a la transición entre las Eras Primaria y Secundaria, fue la más
masiva, pues se calcula que un 96% de las especies vivas sucumbieron. Ésta, y
las otras tres, fueron causadas aparentemente por cambios climáticos asociados
al efecto invernadero generado por los gases emitidos por los volcanes, la
deriva continental y otros fenómenos, lo que provocó la escalada de las
temperaturas y la acidificación de los océanos de la Tierra. Algo similar a lo
que está ocurriendo ahora mismo aunque a menor escala, ¡por ahora! sino se pone
cota a las emisiones, podemos acabar convirtiendo nuestro paraíso en nuestro
particular infierno.
Es cierto
que lo que plantean los peores agoreros: que estamos destruyendo el planeta,
que estamos acabando con sus recursos, no es sino una exageración, quizás para
ser más precisos, una simplificación. Pero lo que sí que es cierto, y en ello
tienen razón muchos de los profetas de nuestro tiempo (el más reciente David
Wallace-Wells y su “Planeta Inhóspito”, pero también los científicos del IPCC),
es que estamos destruyendo el sistema climático y ecológico que permitió ver
nacer la especie humana y que ésta desarrollase la civilización tal y como la
conocemos. Una civilización en que un servidor de Internet casero provoca la
misma huella de carbono que un todoterreno y en que la minería de bitcoins
genera la misma huella climática que el tráfico aéreo mundial, y que, si bien
se lleva a cabo en teoría con energías renovables, impide que éstas se usen
para contrarrestar las emisiones causadas por los combustibles fósiles, ¡tamaña
estupidez! Una civilización así está irremisiblemente condenada. Es probable
que en menos de un siglo, lo que hoy damos por descontado: energía barata, agua
en los grifos, comida asequible, electricidad universal, transporte aéreo a
cualquier rincón del planeta, incluso Internet puede que no sean sino vanos
recuerdos del pasado, songs of the distant
Earth como diría Clarke. Quizás en algunos lugares (pocos) la especie
humana pervivirá y también su tecnología pero gran parte del planeta se habrá
convertido en un lugar inhóspito y desagradable, para ella.
Probablemente
estamos, y estaremos, solos en el universo. Hagámonos el favor de respetar el
único planeta habitable por la especie humana que conocemos. Desafortunadamente
no hay, ni habrá según parece, una Tierra 2.0 a la que emigrar esta vez, aunque
los exoplanetólogos andemos locos buscándola.
Juan Antonio Belmonte
Avilés.
Doctor
en Astrofísica.
Profesor de
Investigación del Instituto de Astrofísica de Canarias.
Gracias Juan Antonio. Un artículo en mi opinión magnífico.
ResponderEliminarGracias a vosotros por leerlo. Le haré llegar vuestro mensaje a Juan Antonio. Os recomiendo el libro completo, podéis descargarlo desde "Página Principal" en pdf. También podéis leer los capítulos de manera individual a través de "Índice".
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