Kepler y la melancolía de
los poliedros.
La armonía de los mundos.
Recordar Cosmos significa volver al mito de Hypatia de
Alejandría, las envolventes atmósferas musicales de Vangelis, tan setenteras
como las chaquetas de pana de Carl Sagan. Para mí el legendario carisma de
Sagan tenía mucho que ver con su hipnótica voz, con ese tono sostenido
creciente, que elevaba cada frase a medio camino entre el verso y el eslogan.
Me refiero por supuesto a la voz de José María del Río, el doblador español de
la serie, tal vez la verdadera razón por la que me sigue emocionando ver una
foto de Sagan.
El autor y su COSMOS.
No formo parte de los que fueron reclutados para la ciencia por
aquella serie. Ya estaba infectado entonces, pero sí recuerdo que mis intereses
estaban a la sazón poco definidos y me fascinaron un montón de ideas volcadas
en aquellos capítulos, desde los aspectos puramente técnicos sobre las naves de
exploración del sistema solar, hasta las cuestiones más antropológicas sobre el
futuro de la especie humana. Pero cuarenta años después, con décadas de
dedicación a la física teórica como profesión, son imágenes del episodio “La armonía de los mundos” las que me asaltan con más frecuencia.
Sobre todo, las secuencias en las que un Kepler ensimismado da la espalda a los
estudiantes y se hunde en sus ensoñaciones sobre la razón oculta tras el
mecanismo del sistema solar.
Hay una dimensión mística en Kepler que lo caracteriza como un
contraste brutal entre la protociencia de la antigüedad y la ciencia
propiamente dicha, en un sentido moderno, la que se define como un estilo de
pensamiento orientado a la adquisición de conocimiento fiable. Kepler sufrió “en sus carnes” este contraste. La que estaba llamada a ser la gran
obra de su vida, el “Mysterium Cosmographicum”, hubo de ser descartada por él
mismo, bajo el peso inexorable de los detalles y, sobre todo, de los datos.
El modelo de Copérnico del sistema solar permitía estimar las
distancias de los planetas al Sol, lo que planteaba una nueva pregunta que
fascinaba al joven Kepler: ¿por qué estas distancias concretas?, ¿qué principio
las determina? Para Kepler no podía
existir otra respuesta a esta cuestión que la geometría. Y así alumbró su
fantástica idea de que las órbitas de los planetas eran tales que las esferas
quintaesenciales estaban inscritas y circunscritas progresivamente sobre los
cinco sólidos platónicos: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y
el icosaedro. Euclides había demostrado que estos son todos los poliedros
regulares que pueden existir en el espacio tridimensional y, dado que solo se
conocían entonces seis planetas, justamente existían los sólidos necesarios
para determinar las razones de las distancias relativas de todos los planetas.
Existen 120 ordenamientos posibles de los poliedros y 30 posibles
distribuciones para los resultantes tamaños de las esferas. Kepler los probó
todos para determinar cuál se ajustaba mejor a las medidas, y acabó colocando
sobre la esfera de Mercurio un octaedro, sobre el que a su vez descansaba la
esfera de Venus. Hacia afuera, colocaba entonces un icosaedro, la esfera de la
Tierra, un dodecaedro, la esfera de Marte, un tetraedro, la esfera de Júpiter,
y finalmente un cubo que soportaba la esfera de Saturno. Este armazón
geométrico era la base de su “Mysterium Cosmographicum”.
Lo cierto es que el esfuerzo de Kepler no funcionó, como pudo
comprobar cuando dispuso de los datos precisos de Tycho Brahe. De hecho,
pasaría el resto de su vida demoliendo esta estructura “platónica”. Ni los
planetas estaban rígidamente anclados en esferas giratorias, ni las órbitas
eran circulares después de todo. En cierto modo, las famosas leyes de Kepler
que fueron esenciales para los posteriores descubrimientos de Newton sobre la
gravitación, son el resultado de intentar rescatar cierta armonía geométrica
entre las ruinas de su “Mysterium Cosmographicum”.
Los descubrimientos de Newton explicarán por qué las órbitas son
necesariamente elípticas, pero también sugerirán que sus tamaños no son más que
accidentes históricos, tanto como el número de planetas, y que las preguntas
que fascinaban a Kepler: ¿por qué esta distancia?, ¿por qué este número?, eran
después de todo preguntas prematuras, y al final inadecuadas. Este episodio
ilustra el aspecto más difícil de la ciencia fundamental: nunca se sabe cuál es
la pregunta adecuada que abrirá nuevos caminos. La elección de los problemas
sobre los que verter los esfuerzos es la parte más difícil.
Como en la época de Kepler, la física moderna se plantea dilemas
parecidos. Los modelos estándar de la física de partículas y la cosmología
dependen de unas dos docenas de números, constantes fundamentales, en función
de los cuales podemos calcular, con éxito, todos los resultados de los
experimentos realizados hasta el momento. Por ejemplo, la intensidad de la
fuerza eléctrica está determinada por la llamada “constante de estructura
fina”, más o menos igual a 1/137. La constante análoga para la gravitación es
un número ridículamente pequeño, igual a cero coma, cuarenta ceros, uno. Esta
diferencia tan grande es directamente responsable de la razón de tamaños entre
el planeta Tierra y un átomo. Durante mucho tiempo, el progreso en la física
teórica se podía entender en parte como una progresiva reducción del número de
constantes fundamentales independientes. Cuando Maxwell unificó la electricidad
y el magnetismo, demostró que las constantes fundamentales de intensidad
eléctrica y magnética están relacionadas por la velocidad de la luz. Relaciones
de este tipo siempre se consideran los más espectaculares indicios de progreso.
La cuestión es, ¿acaso el afán de calcular todas las constantes
fundamentales es el problema correcto? Al igual que Kepler erró tratando de
calcular los cocientes de los tamaños de las órbitas, ¿no podríamos errar
nosotros en nuestro intento de calcular todos los cocientes de las constantes
fundamentales? No lo sabemos, pero algunos sostienen que existen indicios en
este sentido. Algunas de estas constantes parecen finamente ajustadas para
permitir la vida, un fenómeno complejo que aparentemente funciona a escalas
mucho mayores que las que caracterizan a las partículas elementales. Igual que
la existencia de vida en la Tierra depende de accidentes históricos, que
determinan en particular la distancia de los planetas al Sol, el hecho de que
algunas constantes fundamentales parezcan “diseñadas” tal vez sea una
indicación de que estas constantes son contingentes a una particular historia
cosmológica. Si existen muchos sistemas planetarios ahí fuera, con todo tipo de
distancias entre sus planetas, tal vez existan múltiples “universos”, o
regiones cosmológicamente grandes, que tengan diferentes valores de las
constantes y nosotros simplemente evolucionamos en uno cuyas constantes nos
permiten vivir. Este tipo de idea se conoce como el “principio antrópico” y es
la base de una tremenda controversia en la física de las últimas décadas.
Existe controversia porque no está claro el estatus científico de estas ideas,
ya que no parece posible que se puedan verificar experimentalmente en un
sentido u otro. Pero eso es discusión para otro día…melancolía de las
constantes fundamentales.
Se ha dicho que la historia no se repite, sino que rima. Como vacuna
contra la melancolía por los años que han pasado, ver un capítulo de Cosmos
sigue siendo una de las maneras más rápidas de experimentar el vértigo de los
límites del conocimiento.
José L. Fernández Barbón.
Investigador Científico.
Instituto de Física Teórica IFT UAM/CSIC,
Madrid.
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