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martes, 23 de junio de 2020

Kepler y la melancolía de los poliedros - José L. Fernández Barbón

3.3
Kepler y la melancolía de los poliedros.
La armonía de los mundos.





Recordar Cosmos significa volver al mito de Hypatia de Alejandría, las envolventes atmósferas musicales de Vangelis, tan setenteras como las chaquetas de pana de Carl Sagan. Para mí el legendario carisma de Sagan tenía mucho que ver con su hipnótica voz, con ese tono sostenido creciente, que elevaba cada frase a medio camino entre el verso y el eslogan. Me refiero por supuesto a la voz de José María del Río, el doblador español de la serie, tal vez la verdadera razón por la que me sigue emocionando ver una foto de Sagan.

El autor y su COSMOS.

No formo parte de los que fueron reclutados para la ciencia por aquella serie. Ya estaba infectado entonces, pero sí recuerdo que mis intereses estaban a la sazón poco definidos y me fascinaron un montón de ideas volcadas en aquellos capítulos, desde los aspectos puramente técnicos sobre las naves de exploración del sistema solar, hasta las cuestiones más antropológicas sobre el futuro de la especie humana. Pero cuarenta años después, con décadas de dedicación a la física teórica como profesión, son imágenes del episodio “La armonía de los mundos” las que me asaltan con más frecuencia. Sobre todo, las secuencias en las que un Kepler ensimismado da la espalda a los estudiantes y se hunde en sus ensoñaciones sobre la razón oculta tras el mecanismo del sistema solar.
Hay una dimensión mística en Kepler que lo caracteriza como un contraste brutal entre la protociencia de la antigüedad y la ciencia propiamente dicha, en un sentido moderno, la que se define como un estilo de pensamiento orientado a la adquisición de conocimiento fiable. Kepler sufrió “en sus carnes” este contraste. La que estaba llamada a ser la gran obra de su vida, el “Mysterium Cosmographicum”, hubo de ser descartada por él mismo, bajo el peso inexorable de los detalles y, sobre todo, de los datos.
El modelo de Copérnico del sistema solar permitía estimar las distancias de los planetas al Sol, lo que planteaba una nueva pregunta que fascinaba al joven Kepler: ¿por qué estas distancias concretas?, ¿qué principio las determina?  Para Kepler no podía existir otra respuesta a esta cuestión que la geometría. Y así alumbró su fantástica idea de que las órbitas de los planetas eran tales que las esferas quintaesenciales estaban inscritas y circunscritas progresivamente sobre los cinco sólidos platónicos: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. Euclides había demostrado que estos son todos los poliedros regulares que pueden existir en el espacio tridimensional y, dado que solo se conocían entonces seis planetas, justamente existían los sólidos necesarios para determinar las razones de las distancias relativas de todos los planetas. Existen 120 ordenamientos posibles de los poliedros y 30 posibles distribuciones para los resultantes tamaños de las esferas. Kepler los probó todos para determinar cuál se ajustaba mejor a las medidas, y acabó colocando sobre la esfera de Mercurio un octaedro, sobre el que a su vez descansaba la esfera de Venus. Hacia afuera, colocaba entonces un icosaedro, la esfera de la Tierra, un dodecaedro, la esfera de Marte, un tetraedro, la esfera de Júpiter, y finalmente un cubo que soportaba la esfera de Saturno. Este armazón geométrico era la base de su “Mysterium Cosmographicum”.
Lo cierto es que el esfuerzo de Kepler no funcionó, como pudo comprobar cuando dispuso de los datos precisos de Tycho Brahe. De hecho, pasaría el resto de su vida demoliendo esta estructura “platónica”. Ni los planetas estaban rígidamente anclados en esferas giratorias, ni las órbitas eran circulares después de todo. En cierto modo, las famosas leyes de Kepler que fueron esenciales para los posteriores descubrimientos de Newton sobre la gravitación, son el resultado de intentar rescatar cierta armonía geométrica entre las ruinas de su “Mysterium Cosmographicum”.
Los descubrimientos de Newton explicarán por qué las órbitas son necesariamente elípticas, pero también sugerirán que sus tamaños no son más que accidentes históricos, tanto como el número de planetas, y que las preguntas que fascinaban a Kepler: ¿por qué esta distancia?, ¿por qué este número?, eran después de todo preguntas prematuras, y al final inadecuadas. Este episodio ilustra el aspecto más difícil de la ciencia fundamental: nunca se sabe cuál es la pregunta adecuada que abrirá nuevos caminos. La elección de los problemas sobre los que verter los esfuerzos es la parte más difícil.
Como en la época de Kepler, la física moderna se plantea dilemas parecidos. Los modelos estándar de la física de partículas y la cosmología dependen de unas dos docenas de números, constantes fundamentales, en función de los cuales podemos calcular, con éxito, todos los resultados de los experimentos realizados hasta el momento. Por ejemplo, la intensidad de la fuerza eléctrica está determinada por la llamada “constante de estructura fina”, más o menos igual a 1/137. La constante análoga para la gravitación es un número ridículamente pequeño, igual a cero coma, cuarenta ceros, uno. Esta diferencia tan grande es directamente responsable de la razón de tamaños entre el planeta Tierra y un átomo. Durante mucho tiempo, el progreso en la física teórica se podía entender en parte como una progresiva reducción del número de constantes fundamentales independientes. Cuando Maxwell unificó la electricidad y el magnetismo, demostró que las constantes fundamentales de intensidad eléctrica y magnética están relacionadas por la velocidad de la luz. Relaciones de este tipo siempre se consideran los más espectaculares indicios de progreso.
La cuestión es, ¿acaso el afán de calcular todas las constantes fundamentales es el problema correcto? Al igual que Kepler erró tratando de calcular los cocientes de los tamaños de las órbitas, ¿no podríamos errar nosotros en nuestro intento de calcular todos los cocientes de las constantes fundamentales? No lo sabemos, pero algunos sostienen que existen indicios en este sentido. Algunas de estas constantes parecen finamente ajustadas para permitir la vida, un fenómeno complejo que aparentemente funciona a escalas mucho mayores que las que caracterizan a las partículas elementales. Igual que la existencia de vida en la Tierra depende de accidentes históricos, que determinan en particular la distancia de los planetas al Sol, el hecho de que algunas constantes fundamentales parezcan “diseñadas” tal vez sea una indicación de que estas constantes son contingentes a una particular historia cosmológica. Si existen muchos sistemas planetarios ahí fuera, con todo tipo de distancias entre sus planetas, tal vez existan múltiples “universos”, o regiones cosmológicamente grandes, que tengan diferentes valores de las constantes y nosotros simplemente evolucionamos en uno cuyas constantes nos permiten vivir. Este tipo de idea se conoce como el “principio antrópico” y es la base de una tremenda controversia en la física de las últimas décadas. Existe controversia porque no está claro el estatus científico de estas ideas, ya que no parece posible que se puedan verificar experimentalmente en un sentido u otro. Pero eso es discusión para otro día…melancolía de las constantes fundamentales.
Se ha dicho que la historia no se repite, sino que rima. Como vacuna contra la melancolía por los años que han pasado, ver un capítulo de Cosmos sigue siendo una de las maneras más rápidas de experimentar el vértigo de los límites del conocimiento.


José L. Fernández Barbón.
Investigador Científico.
Instituto de Física Teórica IFT UAM/CSIC, Madrid.


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