Esculpiendo sistemas planetarios.
Cielo e infierno.
Durante
miles de millones de años la Tierra ha evolucionado siguiendo las leyes de la
física, la química y la biología según complejos patrones, muchos de los cuales
probablemente quizás nunca seamos capaces de descifrar. Desde su formación ha
sufrido bombardeos de cometas y asteroides, en ella surgió la vida después de
miríadas de reacciones químicas fallidas, de las cuales solo unas pocas, y en
unas circunstancias y entornos particulares, tuvieron éxito. Cambió su
atmósfera, se desarrollaron millones de especies, animales y plantas fabulosos,
una biodiversidad exuberante, y también se produjeron grandes extinciones.
En
el último segundo del calendario cósmico apareció nuestra especie, capaz, como
dice Carl Sagan en los primeros párrafos del capítulo 4 de COSMOS, de provocar
nuestros propios desastres, por acción o por inacción: guerras, destrucción,
odio al semejante, etnias aplastadas, contaminación, cambio climático, disputas
nimias si comparamos nuestra pequeñez con la magnitud del Universo, todo ello
contrapesado con altruismo, generosidad, solidaridad, avances en la cura de
enfermedades, ansia por conocer, expediciones a lugares remotos, el salto a la
Luna, la ciencia aplicada en beneficio de la sociedad, y los denodados
esfuerzos por hacer que nuestro “punto azul perdido en el espacio” sea cada día
un lugar mejor… permitidme esta pequeña digresión escrita en unos tiempos
difíciles, en estos primeros meses de 2020 que nunca olvidaremos.
…Pero
hablemos de astronomía. Una buena parte del capítulo 4 de COSMOS está dedicado
al mundo de los cometas, y no puedo por menos que pensar en lo fascinante que
hubiera sido para Carl Sagan contemplar las imágenes y estudiar los datos
enviados por la misión Rosetta1
de la Agencia Espacial Europea.
Rosetta fue lanzada el 2 de
marzo de 2004 y terminó sus tareas el 30 de septiembre de 2016, “posándose”
sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, su objeto de estudio, en un periplo
de más de 12 años que constituye una de las mayores hazañas en la exploración
espacial del Sistema Solar. Después de tres asistencias gravitatorias con la
Tierra, y una con Marte, ¡qué complicada es la dinámica de vuelo de las
misiones espaciales!, de visitar dos asteroides
-Steints y Lutetia- y de un periodo de hibernación de tres años y medio,
desde junio de 2011 a enero de 2014, finalmente Rosetta se puso en órbita en torno al cometa 67P en agosto de 2014,
aunque esta expresión, “se puso en órbita” es algo eufemística ya que la atracción
gravitatoria entre cometa y sonda espacial no era tan fuerte como para
permitir, sin complicadas maniobras de propulsión, mantenerlas unidas. Esa
parte de la misión fue más bien una persecución controlada, una danza cósmica,
entre el cometa y la nave. Es bien conocida la peripecia de Philae, la pequeña sonda destinada a
posarse y anclarse sobre el cometa, que rebotó y quedó en una posición algo
extraña, no la más adecuada para realizar la misión que tenía planeada, pero
que aun así pudo completar bastantes tareas.
Este
cometa tenía –no sabemos si la seguirá manteniendo- una forma peculiar, su
núcleo distaba mucho de tener una apariencia similar a algo “esférico”, y desde
las primeras imágenes tomadas durante la aproximación, la morfología del objeto
fue el primer problema encima de la mesa de los físicos cometarios. Colocado
sobre Madrid, el núcleo se asentaría más o menos entre el Palacio Real y la
Plaza de Toros de las Ventas, tenía una dimensión longitudinal máxima de unos 4
km. A pesar de que las miles de imágenes de que disponemos dan la impresión de
que el núcleo del cometa era gris y que reflejaba bastante luz, la realidad es
que su albedo era del orden del 4%, es decir, tan solo reflejaba esa mínima
parte de la luz solar, con lo cual realmente tendría la apariencia de un pedazo
de carbón.
Algunos
de los resultados más importantes de Rosetta
tienen que ver con la composición del agua de su núcleo, que, en un gráfico
símil de una nota de prensa de ESA “tiene un sabor distinto” al agua de nuestros
océanos. Esto parece implicar que cometas similares a 67P no habrían aportado
tanta agua a la Tierra como se creía, aunque el descubrimiento de moléculas
como la glicina, un aminoácido que se encuentra en las proteínas, y de fósforo,
elemento fundamental del ADN y de las membranas celulares, deja una puerta
abierta a la fascinante hipótesis de que algunos de los bloques básicos de los
que surgió la vida pudieran proceder del espacio.
…Sí,
¡cómo hubiera disfrutado Carl Sagan con estos descubrimientos!, y cómo lo
hubiera hecho, ampliando un poco el horizonte, con los miles de planetas
extrasolares descubiertos –la “planetodiversidad”- o con las asombrosas
imágenes de los discos en torno a estrellas jóvenes, que nos dan una imagen de
lo que fue nuestro Sistema Solar en sus albores. Es a ellos a los que quiero
dedicar la segunda parte de esta contribución, en parte porque entre ellos y
los cometas existe una relación muy íntima.
A
mediados de los años 80, observaciones con el satélite IRAS2, permitieron identificar por primera vez la
presencia de material frío en torno a Vega (α Lyrae, 9600 K de temperatura, una
edad de ~450 millones de años, situada a 25 años luz).Desde entonces, proyectos
como ISO3, Herschel4, y observatorios en
Tierra como ALMA5, operando en los rangos infrarrojo y milimétrico
del espectro electromagnético, han permitido detectar multitud de discos
circunestelares entre los que están los discos protoplanetarios y los discos de
escombros, o discos debris, dos fases
evolutivas del material que rodea a las estrellas en sus primeras etapas
evolutivas.
(a) Imagen del cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko obtenida por la cámara NAVCAM de Rosetta, a una distancia de 28.6 kilómetros del núcleo (ESA/Rosetta/NAVCAM). (b) El disco protoplanetario alrededor de la estrella HL Tau. Las zonas oscuras podrían sugerir fenómenos relacionados con formación de protoplanetas (ALMA, ESO/NAOJ/NRAO).
Los
discos protoplanetarios son discos de gas y polvo, en una proporción de
aproximadamente 100/1 en masa, que rodean estrellas jóvenes, de tan solo unos
pocos millones, o decenas de millones de años y que provienen de complejos
procesos que llevan desde una nube de material interestelar que se contrae a la
formación de una protoestrella y un disco en el que, si las condiciones son
favorables, se podrían formar planetas. Cuando los discos protoplanetarios
evolucionan, el gas va desapareciendo por distintos mecanismos -uno de ellos es
el acrecimiento sobre la estrella en formación- mientras que los granos de
polvo pueden fusionarse, creando cuerpos de distintos tamaños -planetesimales-
que pueden ser núcleos de planetas, o que pueden colisionar entre ellos,
nutriendo al disco de polvo procesado, o permanecer en las zonas más externas
de los discos en forma de cuerpos helados –exocometas- que en algunas ocasiones
pueden viajar a las partes más internas del sistema protoplanetario,
colisionando con los potenciales cuerpos allí formados. Esta compleja
estructura sería un disco debris. Los
modelos y las observaciones nos dicen que nuestro Sistema Solar sufrió hace
unos 4000 millones de años lo que se conoce como el “bombardeo intenso tardío”;
se piensa que la mayoría de los cráteres que se observan en Mercurio y la Luna
datan de esa época. Nuestro cinturón de Kuiper de objetos transneptunianos y la
nube de Oort serían las huellas de todo aquel proceso en nuestra propia casa,
en el Sistema Solar.
De
entre todas las estrellas con discos, β Pictoris (~8000 K de temperatura, 23
millones de años de edad, a una distancia de unos 60 años luz, y con dos
planetas orbitándola), muestra una intensa actividad cometaria. La detección de
cometas –y de otros cuerpos pequeños- en torno a estrellas distintas de nuestro
Sol es todo un reto observacional, fundamentalmente debido a su reducido
tamaño. La técnica más empleada es la búsqueda de pequeñas componentes de
absorción variables, causadas por el gas que se produce cuando el cuerpo helado
o “exocometa” se aproxima a la estrella y se sublima, superpuestas a las líneas
de absorción del espectro estelar. En β Pictoris se han detectado centenares de
estos eventos, confirmando de una manera extraordinaria el escenario que poco a
poco vamos construyendo para entender la arquitectura de los sistemas
exoplanetarios. En el momento de escribir esta contribución se conocen 26
estrellas que presentan fenómenos compatibles con la existencia de exocometas,
curiosamente todas ellas son de tipo espectral A (temperaturas entre 7500 y
11000 K), salvo una de tipo F (algo más fría de 7500 K).
Estrellas
en formación, de las frías nubes moleculares en contracción a los discos
circunestelares, cunas de sistemas planetarios. Cometas, asteroides,
planetesimales, gas, polvo, en una compleja danza en torno a su estrella.
Planetas helados, habitables o mundos con temperaturas insoportables. Universo
violento a pequeña escala. Cielo e infierno… y quizás vida.
Notas:
Benjamín Montesinos
Comino.
Doctor
en Ciencias Físicas.
Investigador Científico,
Departamento de Astrofísica, Centro de Astrobiología (CAB, CSIC-INTA), Madrid.
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