Elogio a la pequeñez.
Al filo de la eternidad.
Las primeras notas del tercer movimiento de la
Symphony to the powers B, del compositor griego Vangelis, no dejan
indiferente a ningún científico de mi generación. Al menos a los físicos y astrofísicos
que fuimos niños en los 80s. Durante los
primeros años de esa década se estrenaba la serie de TV cosmos en los distintos
países de habla hispana, y éramos muchos los que semana a semana esperábamos
impacientes frente al televisor que las delicadas notas de piano comenzaran a
flotar sobre esos etéreos paisajes sintetizados, mientras efectos especiales de
vanguardia para la época nos sumergían en un viaje entre brillantes y
anaranjadas galaxias. Los créditos en gruesas letras blancas mostraban un
curioso subtítulo: “un viaje personal”. ¿Cómo podía ser personal el viaje que
Carl Sagan nos proponía?, ¿no era justamente la ciencia la menos personal de
las experiencias humanas?, ¿no se trataba de conocimiento objetivo y
consensuado, fuente de tecnología y bienestar público? Los comienzos de los 80 fueron años de
importantes innovaciones tecnológicas que cambiaban nuestras vidas: los
ordenadores comenzaban rápidamente a popularizarse, los discos de vinilo se reemplazaban
por pequeños y opalescentes CD, y en la TV veíamos el lanzamiento de los
primeros transbordadores espaciales. No parecía haber límites para la especie
humana, y eso se reflejaba en la cultura televisiva de esos años, en donde la
ciencia era invariablemente asociada a desarrollos tecnológicos, a delantales
blancos, a desgarbados e incomprensibles “científicos locos”.
El
viaje de Carl Sagan era personal porque era hacia el interior. Allí no veríamos
ningún dispositivo electrónico y la única nave espacial era la “nave de la
imaginación”, que nos llevaba a recorrer el universo y a emocionarnos con sus
misterios y con el rol que los humanos jugamos en él. La clave de Sagan era,
precisamente, la emoción: el profundo recogimiento que provoca en nosotros el
acercarnos a la naturaleza. La ciencia no era otra cosa que esa nave de la
imaginación. Una herramienta para conectarnos con el universo y vivir la más
personal de las experiencias humanas. La invitación, además, no venía de un
personaje extravagante, nerd, lejano. Venía de un hombre preocupado de
su aspecto, de gran oratoria y magnetismo. Uno que quizás incluso escuchaba a
The Cure en su personal stereo y miraba partidos de fútbol los domingos
bebiendo cervezas.
De
todas las maravillas que se sucedían en ese viaje, una de las más seductoras era
la magnitud de nuestra pequeñez. La Tierra era mostrada como apenas una mota de
polvo flotando en un vasto e inabarcable universo, en el que nuestra especie ha
existido apenas una fracción despreciable de su larga existencia. Célebre era
la aflicción que Sagan tenía por subrayar esa pequeñez mostrando algunos
números que esconde la naturaleza: “hay cientos de miles de millones de
galaxias en el universo observable, cada una de las cuales cobija a un número
similar de estrellas”. Así, mostraba que debía haber unas 1022
estrellas en la galaxia. Especulaba que la cantidad de planetas debía ser
similar a la de estrellas, es decir:
10.000.000.000.000.000.000.000
Los
cálculos actuales no difieren mucho de estos números enormes, que para Sagan
implicaban que muy probablemente el universo estaba rebosante de vida. Por esos
años aún no se había observado ningún planeta fuera del sistema solar. Hoy ya
se han detectado miles de mundos que giran alrededor de estrellas lejanas en
nuestra galaxia. No tenemos nada de especial. O quizás sí. Al menos somos
conciencia e inteligencia. Sagan, ligado al proyecto SETI, gastó parte de su
vida en buscar señales de otras civilizaciones inteligentes. No tuvo éxito. ¿Seremos acaso los únicos ojos
de los que dispone el universo para mirarse a sí mismo?, ¿las únicas mentes que
pueden comprenderlo y admirarlo? Probablemente no. Las últimas décadas han sido
una buena lección de humildad, que a través de otros números enormes nos
muestra la pequeñez de nuestra inteligencia.
Ya
por los años en que Cosmos estaba al aire había un número que comenzaba a
desvelar a los físicos teóricos. Sin duda el número más grande que jamás haya
aparecido en ciencia. Lamentablemente no se trataba de una observación. Se
trataba de una discrepancia. El número es 10120, cien trillones de
gúgoles:
1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000
Es la
razón entre el valor que predecimos de una cantidad conocida como la constante
cosmológica y el valor que observamos. La constante cosmológica fue una
creación de Albert Einstein, que introdujo en 1917. Se trata de una adición a
sus ecuaciones de la gravitación universal – la relatividad general – que, a
distancias grandes, provoca que la interacción gravitacional sea repulsiva. Por
extraño que esto parezca, el truco era necesario para modelar un universo
estático. Si el universo está lleno de materia de un modo más o menos
homogéneo, la atracción gravitacional lo tiende a comprimir, arrastrando con
ella el tejido mismo del espacio, contrayéndolo. El universo, de este modo, no
puede ser estático. Como una piedra abandonada en el aire puede elevarse mientras
frena o caer aumentando su rapidez. Pero no puede congelar su movimiento. A
menos claro, que una fuerza hacia arriba contrarreste a la gravedad. La
propuesta de Einstein era que la gravedad misma proveía esta fuerza a grandes
distancias, permitiendo un universo estático como el que vemos a simple vista.
Pero el universo estático de Einstein tenía muchos problemas que lo
invalidaban. El más importante llegó en 1925, cuando Edwin Hubble confirmó que
las galaxias se alejan de nosotros a velocidades proporcionales a su
distancia. El universo se estaba
expandiendo. La constante cosmológica dejaba de ser necesaria.
Por
otra parte, ya bien establecida la mecánica cuántica no había ninguna duda para
los físicos teóricos de que el vacío absoluto no podía existir: pequeñas
fluctuaciones en forma de pares de partículas que se creaban y se aniquilaban,
o una energía potencial no nula almacenada en los campos de materia, siempre lo
contaminaban. El campo gravitacional interactúa con cualquier forma de energía,
por lo que esta “energía del vacío” ejerce una influencia gravitacional. Más
aún, las teorías implican que su efecto es idéntico al de la constante
cosmológica. La magnitud de esta no la podemos calcular de manera precisa, ya
que no conocemos el comportamiento de la gravedad a escalas muy pequeñas, esto
es, la mecánica cuántica del campo gravitacional, pero podemos hacer una
estimación gruesa. Y allí es donde llegamos a ese número inabarcable: La
constante cosmológica debe ser muchísimo más pequeña. Al menos cien trillones
de gúgoles más pequeña para ser compatible con el universo que observamos.
¡Energía del vacío! Credit: CC0 Public Domain
A
pesar de la discrepancia, los físicos de los años 80 no estaban demasiado
preocupados. Si las observaciones eran compatibles con un universo sin
constante cosmológica, entonces debía existir algún mecanismo, aún por
descubrir, que obligara a la energía del vacío a anularse. Este tipo de
mecanismo es común en física, y suele asociarse a simetrías: cambios que
podemos hacer sobre los protagonistas de una teoría sin que esta lo note, como
cuando giramos un cuadrado perfecto en 90 grados en torno a su centro. Es precisamente una simetría de la teoría
electromagnética, por ejemplo, la que predice que la masa del fotón debe ser
exactamente igual a cero.
Pero
en 1998 cae un gran balde de agua fría. Dos grupos de astrofísicos publican un
descubrimiento asombroso: observando supernovas lejanas encuentran que la
velocidad de expansión del universo no está disminuyendo, sino que, por el
contrario, está aumentando. Saul
Perlmutter, Brian Schmidt y Adam Riess ganan el premio Nobel de física en 2011
por esta hazaña. Este fenómeno puede ser explicado asumiendo la existencia de
una constante cosmológica que otorgue a la gravitación ese carácter repulsivo
que Einstein deseaba. Pero si la
constante cosmológica no es igual a cero, entonces el mecanismo de relojería
que los físicos estaban buscando debía ser mucho más intrincado. Ya no era
suficiente explicar el porqué la constante cosmológica era tan pequeña, había
que explicar además por qué era tan grande. De hecho, aunque gúgoles más
pequeña que aquella que predecía una estimación ingenua, aún es suficientemente
grande como para representar nada menos que el 70% del contenido energético del
universo. Hoy la llamamos energía oscura
y sigue siendo uno de los enigmas fundamentales de la ciencia. El destino del
universo depende de su comportamiento. Si la densidad de energía oscura se
mantiene constante –caso en que sería indistinguible de la constante
cosmológica original de Einstein- la expansión acelerada seguiría adelante
hasta que las galaxias se pierdan de vista unas de otras, mientras el
combustible de las estrellas se consume y el universo se va apagando en un
frío, oscuro y eterno invierno final. Pero es difícil hacer predicciones sin
entender mejor la naturaleza de esta energía oscura. Menos aún cuando del 30%
restante de energía, solo un sexto corresponde a la materia que conocemos y que
describe el modelo standard de las partículas elementales. El resto es la
“materia oscura”, otra extraña forma de energía que postuló la astrónoma Vera
Rubin en los años 70 y cuya existencia ha sido confirmada en distintas
observaciones independientes a lo largo de las décadas que siguieron. De este modo, las últimas 5 décadas han ido
confirmando el hecho de que el 95% del contenido del cosmos no lo entendemos en
absoluto. Peor aún, nuestras teorías dan origen a estimaciones erradas en
trillones de gúgoles. Parece entonces que la más profunda lección que nos ha
dado el cosmos desde aquel día en que escuchamos los créditos finales del
decimotercer y último episodio de la serie de Sagan es una sola. Nuestra
descomunal pequeñez no es solo espacial y temporal. Más abrumadora aún es la
pequeñez de nuestra capacidad de entendimiento. Al igual que el universo, el
océano de nuestra ignorancia parece crecer aceleradamente ante nuestros ojos, a
menudo dejándonos en ridículo. A pesar de eso, es precisamente ese el océano
que nos atrae, que nos emociona, que estimula la empresa científica. Un océano
al que muchos de nosotros, después de ver la serie Cosmos, no pudimos sacarle
los ojos de encima jamás.
Andrés Gomberoff.
Doctor
en Física.
Profesor
de la Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile.
Investigador del Centro
de Estudios Científicos, Valdivia.
https://youtu.be/bl_wGRfbc3w?t=368
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