Una visión racional de la naturaleza: Cosmos frente a Caos.
Una voz en la fuga cósmica.
En la introducción al
capítulo 2 Una voz en la fuga cósmica, Carl Sagan nos presenta una cita
de T. H. Huxley, en la que éste destaca la importancia de la obra de Darwin al
rescatar lo mejor del pensamiento evolucionista de la antigua Grecia de la
oscuridad del milenio de escolasticismo teológico. Como señala Sagan, los
primitivos griegos denominaban Caos al primer ser: no tenía forma, y le
atribuían la creación de un universo de naturaleza impredecible, bajo el
dominio de dioses caprichosos. Pero el pensamiento racional de los filósofos
jonios los llevó a plantear que se puede conocer el orden interno del universo,
la regularidad de sus procesos, la necesidad reglada de sus fenómenos; y así
pasaron de un universo caótico a un universo ordenado, predecible y
experimentable: el Cosmos.
Sagan
comenta en el capítulo 7, El espinazo de la noche, que Platón -quien
creía que “todas las cosas están llenas de dioses”- propuso quemar todas las
obras de Demócrito (y también de Homero), quizás porque Demócrito no aceptaba
la existencia de almas inmortales, o porque creía en un número infinito de
mundos, algunos habitados. Demócrito era un filósofo materialista, para él todo
se podía entender, objetivamente, como propiedades de la materia en movimiento
e interacción. No hay ningún movimiento inteligente, ni finalista; los
movimientos de la materia y sus choques son resultado del azar y la necesidad.
Es
inevitable que la mirada humana se eleve a querer entenderlo todo, y nos
preguntamos: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Estamos solos? Somos
Cosmos inteligente, Cosmos consciente del Cosmos.
Dado
que los biólogos no hemos estudiado más vida que la terrestre “un tema
solitario en la música de la vida”; Sagan nos plantea: “¿es este tono agudo y
débil la única voz en miles de años luz? ¿O es más bien una especie de fuga
cósmica… tocando la música de la vida en la galaxia?”
El
origen común y la evolución de la vida lleva a Sagan a contarnos una historia
que ilustra la “música” sobre la Tierra. En el mar interior del Japón existen
unos cangrejos con curiosas formas en sus dorsos, parecidas a rostros de
samurais. Son los cangrejos Heike, que llevan el nombre de un clan de samurais
derrotado por otro clan rival en una terrible batalla naval. No quedó ni un
barco Heike; los samurais que no murieron en el combate se arrojaron al mar y
se ahogaron. Sólo sobrevivieron cuarenta y tres mujeres, que terminaron
conviviendo con los pescadores de la zona. Los pescadores descendientes de los
Heike dicen que sus ancestros se pasean por los fondos marinos en forma de
cangrejos. Cuando pescan estos cangrejos, los más parecidos a los rostros de
samurais son arrojados de nuevo al mar, como conmemoración de la batalla,
teniendo por ello más posibilidades de reproducirse. Al margen de la
interpretación mística, asociada a la leyenda y a la tradición, la explicación
científica de la existencia de cangrejos con cara de samurai pasa por incluir
los conceptos de herencia y de selección de las formas heredadas.
La
mejor letra a esta música la ha puesto Darwin en El origen de las especies
por medio de la selección natural, donde hace referencia a las diferencias
dentro de la constancia entre las especies. En su teoría evolucionista, Darwin
plantea tanto un concepto funcional de especie como la influencia del medio en
la función y estructura del ser vivo. Pero ¿cómo se llega al concepto funcional
de reproducción desde la medieval idea de generación divina? Veremos que todo
se reduce a dos posturas que, con matices, se alternan en la historia de la
biología: los partidarios de una continuidad estructural caprichosa y teleológica,
prioritaria sobre la función; y los partidarios de una prioridad funcional que
dé coherencia a estructuras discontinuas.
Fotografía del libro On the Origin of Species, publicado el 24 de noviembre de 1859 donde Darwin postula la teoría de la evolución por selección natural.
Fuente: Wikimedia Commons
Desde la
quema de la Biblioteca de Alejandría hasta finales del siglo XVI la naturaleza
volvió a interpretarse caprichosa e impredecible, mero agente de la voluntad
divina. No se distinguían bien los seres vivos entre todos los seres creados
por Dios y representados en una cadena continua.
Linneo pudo
describir y clasificar como vivos, mediante la comparación de sus partes
visibles, a los seres que mantenían una continuidad estructural generación tras
generación: los que tenían relaciones de parentesco por filiación.
En el
siglo XVIII aparece un nuevo enfoque en autores como Lamarck y Cuvier en el que la función es prioritaria a la
estructura. Esta visión orgánica funcional va a permitir pasar de la visión
fijista y ahistórica de la idea de generación al concepto de
reproducción, como función vital, y a la idea de filiación evolutiva de las
especies que experimentan cambios en continua interacción con sus medios. Estos
conceptos llevan a distinguir, en la antigua cadena continua de los seres,
entre seres orgánicos e inorgánicos.
A
diferencia de Lamarck, Cuvier ataca la idea de continuidad de los seres y la de
su continua generación espontánea. Él ve saltos insalvables entre los
organismos vivos y dentro del registro fósil, y los explica mediante la idea de
contingencia en los sucesos (catástrofes naturales y nuevas creaciones
biológicas) que llevan a una discontinuidad en la cadena de los seres. Pero su
perspectiva funcional abre un mundo de semejanzas funcionales entre las
diferencias estructurales: alas, patas y aletas para el movimiento; escamas,
pelos o plumas para la protección; branquias o pulmones para respirar; etc.
Para Cuvier existe una discontinuidad estructural, agrupada en cuatro tipos
básicos, y una continuidad funcional debida a las condiciones de existencia en
el entorno -lo que denominamos su nicho ecológico-, así en un herbívoro todas
sus estructuras son acordes: dientes, estómago, pezuñas, etc.
Darwin
se inspiró, entre otros hechos, en sus observaciones y experiencias acerca de
la práctica de criadores de razas domésticas; y, en estos hechos le llamó
especialmente la atención que el criador no se fije, de forma exclusiva y
aislada, en el carácter que quiere seleccionar, sino que seleccione una
constelación de variaciones, no una o unas pocas muy evidentes. Darwin subraya
la importancia de la selección mantenida en el tiempo que actúa sobre la
organización de un animal y lo modela como algo plástico. En la selección
artificial el medio es el criador, mientras que en la selección natural es la
propia naturaleza en evolución conjunta y coherente. La selección de los
cangrejos Heike tiene un poco de las dos.
La
teoría de Darwin nacía, igual que la de Lamarck, con dos dimensiones de cambio:
una en el espacio, de adaptación al medio; y otra en el tiempo, de formación de
nuevas especies por reproducción diferencial de las más aptas. Algunas de las
grandes diferencias con Lamarck no tienen que ver con la idea de herencia de
los caracteres adquiridos -que, con matices, estaba en la teoría de la
pangénesis de Darwin-, sino, fundamentalmente, en la orientación teleológica de
Lamarck de tendencia a la perfección frente a la absoluta falta de dirección y
propósito en la evolución temporal dentro de la teoría darwiniana.
En el
siglo XVI y parte del XVII, desde la perspectiva creacionista, el determinismo
sobre las partes y los caracteres aislados procedía del designio divino; pero a
partir del siglo XX se instala un determinismo genético, que también propende a
una visión parcial y aislada de los caracteres del organismo, sometido a
pequeños cambios genéticos graduales. Tanto en el dogma central de la biología
molecular como en la nueva síntesis neodarwinista, desaparece el organismo y
reaparece el análisis reduccionista e incoherente de las partes; llegando al
paroxismo del análisis de las frecuencias alélicas, en alelos que,
frecuentemente, sólo son cambios en las secuencias del ADN sin cambio
fenotípico alguno.
Los
partidarios a ultranza del programa genético plantean una discontinuidad de los
seres vivos respecto a los inorgánicos que no es material: los átomos de los
seres vivos son los mismos que los de la materia inorgánica, y muchas de las
biomoléculas sencillas también. La singularidad está en concebir la estructura
de los seres vivos sobre la base de combinaciones únicas de las bases
nitrogenadas en los ácidos nucleicos, sin tener en cuenta la plasticidad
funcional de los seres vivos. En los niveles de integración inorgánicos las
estructuras resultan de las interacciones necesarias previas, mientras que, en el
paradigma actual de la biología, las estructuras vivas surgen del encuentro, al
azar, de la información genética adecuada, y de su paso posterior por el tamiz
de la selección natural. En esta concepción de la vida la teleología no está en
pensar en el ser humano como punto final de la evolución, sino en elevar lo
molecular a una combinación informativa única y preconcebida que posibilite la
formación de estructuras vivas. Es como si estuviéramos ante un sistema de
búsqueda al azar de claves vitales.
En consonancia
con la mejor tradición funcionalista, yo propongo un paradigma proteocéntrico donde
la vida se elevaría de forma contingente sobre las interacciones químicas necesarias
-mediadas por el agua líquida- que, así, producirían estructuras que permitirían
un nuevo baile de interacciones necesarias que serían seleccionadas al tiempo
que integrarían las prefunciones vitales y las nuevas estructuras que las
permiten y mantienen. En el paradigma proteocéntrico la función es prioritaria
a la estructura, y, en este juego funcional integrador, las nuevas estructuras
aparecen como resultado de la plasticidad de las previas en su continua
interacción funcional con un medio cambiante. Lo genético y lo epigenético
respondería a la acumulación informativa de “cultura molecular” de las
proteínas en su peripecia evolutiva, en la lógica de considerar a los ácidos
nucleicos como un instrumento informativo de las proteínas. De esta manera, el
código genético se hace, no se “acierta”. Para el paradigma proteocéntrico, el
código genético se haría en la interacción conformacional entre proteínas y ARN
en la etapa prebiótica del origen de la vida. El posible encuentro de vida en
otros lugares del Cosmos daría la razón a uno u otro enfoque según hubiese o no
ácidos nucleicos, o el código fuese o no realmente universal. La presencia de
aminoácidos y compuestos proteicos en los meteoritos es terca.
La vida
surgiría así, no como una singularidad, sino como un resultado más de la
evolución de la materia, con las mismas leyes que dan orden y coherencia al
Cosmos.
Bibliografía:
(1)
Darwin, C. (1980). El origen de las
especies. Ed. Bruguera. Barcelona.
(2)
Jacob, F. (2014). La lógica de lo
viviente. Tusquets Editores. Barcelona.
(3)
Lamarck, J-B. (2017). Filosofía
zoológica. La Oveja Roja. Madrid.
(4)
Mayr, E. (2016). Así es la biología.
Ed. Debate. Barcelona.
(5) estructuraeinformacionbiologica.blogspot.com
Alfonso Ogayar
Serrano.
Licenciado
en Ciencias Biológicas.
Profesor.
Y Alfred Russel Wallace?
ResponderEliminary Cuvier, Buffon, Lamarck...? Y Faustino Cordón Bonet y la FIBE?
ResponderEliminarAlfonso escribe con un estilo elegante como el de la revista británica Nature, y su lectura "engancha".
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario.
EliminarPermite otro maravilloso texto de Alfonso en:
Darwin y la evolución: un gran paso para una visión objetiva de la especie humana en la naturaleza.
https://yungranpasoparalahumanidad.blogspot.com/2019/02/darwin-y-la-evolucion-alfonso-ogayar.html
Y mucho más de Alfonso en:
http://estructuraeinformacionbiologica.blogspot.com/