Agujeros negros.
Las vidas de las estrellas.
Leí Cosmos cuando
estaba en la EGB. Me lo regalaron Antonia y Mari Cruz, dos amigas de mi madre
que a su vez eran madres de varios amigos míos del colegio. Un año, al acabar
el curso, me trajeron Cosmos y otro
libro menos conocido de Carl Sagan,
Cometa. Me los leí casi enteros ese mismo verano.
Lo que más me impactó de Cosmos fue una demostración que había al
final, en un apéndice, sobre la irracionalidad de raíz de 2. Era por reducción al
absurdo: suponer que la raíz cuadrada de 2 puede escribirse como un cociente de
enteros y, a partir de ahí, llegar a una contradicción evidente, algo del tipo
2=1. Aquella debió ser una de las primeras demostraciones matemáticas «serias»
que yo veía en mi vida, y el hecho de que unas pocas líneas de cálculo bastasen
para probar algo tan general (que, de todas
las infinitas fracciones posibles de enteros, ninguna podría ser nunca igual a
raíz de 2) fue algo que me causó una profunda fascinación (Emilio Tejera ha
dedicado a ese apéndice el capítulo 14.1 de este libro).
Lo segundo que más me
impactó fueron unas ilustraciones que había en el capítulo «Las vidas de las
estrellas». En ellas se representaba un futuro inimaginablemente lejano: la
muerte del Sol según se vería desde una isla en la Tierra. La primera —la que
más me impresionó— mostraba un amanecer idílico que el pie de figura describía
como «el último día perfecto»: el último día normal que habría en la Tierra
antes de que el Sol comenzara a hincharse para transformarse en una gigante
roja y abrasar nuestro planeta. Mucho después, el Sol se haría pequeño de nuevo
y acabaría convertido para siempre en una enana blanca, un cadáver estelar con
aproximadamente la misma masa que el Sol pero del tamaño de la Tierra.
En aquel capítulo, sin
embargo, también se explicaba que no todas las estrellas sufren el mismo
destino. Aquellas considerablemente mayores que el Sol explotan y acaban
convertidas en agujeros negros: regiones del espaciotiempo en las que, si uno
entra, no podrá salir jamás. Aquella idea me produjo entre escepticismo y
miedo. Lo que yo no sabía aquel verano en que me leí Cosmos era que la combinación de esas dos cosas, las matemáticas y
los agujeros negros, estaba relacionada con uno de los mayores rompecabezas
conocidos sobre nuestra comprensión del universo.
Agujeros
negros con lápiz y papel.
Los agujeros negros fueron descubiertos en 1915,
aunque no con ayuda de ningún telescopio, sino con lápiz y papel. Aparecieron
en los cálculos del astrónomo alemán Karl Schwarzschild muy poco después de que
Albert Einstein presentara las ecuaciones de la relatividad general, la
flamante teoría del campo gravitatorio que habría de reemplazar a la de Newton.
Dado que Einstein había dado con una nueva manera de describir la atracción
gravitatoria entre los cuerpos, Schwarzschild se propuso resolver el problema
más sencillo posible: cuál sería, según las nuevas ecuaciones, el campo
gravitatorio creado por una masa puntual.
Schwarzschild (cuyo apellido
curiosamente significa «escudo negro» en alemán, aunque eso no parece haber
desempeñado ningún papel en el nombre que mucho más tarde acabarían recibiendo
estos objetos) no vivió lo suficiente para verlo, pues murió unos meses más
tarde en el frente ruso de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, poco después
se descubrió que su solución implicaba la existencia de un «horizonte de
sucesos»: una frontera más allá de la cual nada, ni siquiera la luz, puede
escapar.
Semejante fenómeno no
aparece nunca en los objetos ordinarios. En el caso del Sol, por ejemplo,
habría que concentrar toda su masa (unos dos quintillones de kilos, 2·1030
kg) en una esfera de menos de 3 kilómetros de radio para que se formase un
horizonte de sucesos. Pero, bajo tales condiciones extremas, la relatividad
general de Einstein predice la formación de un agujero negro.
Las propiedades matemáticas de
los horizontes de sucesos son tan complejas que no llegaron a conocerse bien
hasta los años sesenta. Fue entonces cuando John Wheeler, uno de los grandes
físicos teóricos del siglo XX, popularizó el término agujero negro. Es un buen nombre: al igual que ocurre con un
agujero en el suelo, las cosas que se acercan demasiado tienden a caer hacia
ellos. Y son —literalmente— negros, ya que no permiten que la luz (ni, por
tanto, nada más) escape de su interior.
El
nacimiento de una paradoja.
Un avance fundamental llegó en 1974, seis años antes
de que Sagan publicara Cosmos. Aquel
año, Stephen Hawking analizó por primera vez qué ocurriría al considerar los
efectos de la mecánica cuántica en la vecindad de un horizonte de sucesos. Al
hacerlo, halló algo sorprendente: que los efectos cuánticos permiten que
algunas partículas sí escapen de un
agujero negro. En otras palabras, los agujeros negros no son realmente negros,
sino que emiten una tenue radiación. Este descubrimiento dio lugar a una de las
mayores paradojas de la física matemática moderna; una que, hasta hoy, sigue
sin respuesta.
La paradoja es la siguiente.
Que un agujero negro emita partículas implica que, poco a poco, va perdiendo
masa. Ese proceso continúa hasta que el agujero negro desaparece por completo y
solo deja tras de sí una nube informe de partículas. Sin embargo, Hawking
demostró que esas partículas tienen siempre las mismas propiedades, con
independencia de lo que antes haya caído en el agujero negro. Por tanto, si
lanzamos un ejemplar de Cosmos a un
agujero negro, cuando este desaparezca quedará una nube de partículas. Pero si
en lugar de Cosmos arrojamos un
ejemplar de Cometa (el otro libro que
me regalaron Antonia y Mari Cruz aquel verano), el resultado final será una
nube de partículas exactamente idéntica a la anterior.
Como consecuencia, a partir
de la nube de partículas que queda cuando el agujero negro ha desaparecido no
podremos saber nunca cuál fue el libro que cayó en él. Eso implica que la
información del libro se habrá perdido para siempre. Y esto plantea una
paradoja porque uno de los pilares de la mecánica cuántica establece que la
información es como la energía: puede transformarse, pero nunca perderse del
todo.
La primera fotografía de un agujero negro,
publicada en abril de 2019.
Crédito: EHT Collaboration:
Hoy, más de cuarenta años
después de que Hawking hiciese su descubrimiento, los físicos siguen sin saber cuál
es el destino de la información que cae en un agujero negro. Pero la respuesta
es importante, ya que guarda relación con las propiedades cuánticas de la
fuerza más misteriosa de la naturaleza: la gravedad.
De Cosmos a hoy.
Todo esto es anterior a Cosmos y, en principio, solo tiene que ver con las propiedades
matemáticas de una solución de las ecuaciones de Einstein. Pero ¿existen
realmente los agujeros negros? Y de ser el caso, ¿qué relación tienen con la
solución de Schwarzschild y la paradoja de Hawking?
De hecho, y aunque a veces
una y otra se confunden, hasta hoy la investigación sobre agujeros negros ha
transcurrido por dos sendas largamente independientes: la matemática y la
astrofísica. Por «astrofísica» me refiero a la que hacen los astrónomos; que,
además de con lápiz y papel, tienen la buena costumbre de trabajar con
telescopios.
Los primeros indicios
sólidos de que los agujeros negros efectivamente pueblan el universo llegaron
en los años setenta. Hoy, las pruebas al respecto son tan abrumadoras (Luis J.
Goicoechea ha repasado algunas en el capítulo 9.5) que la inmensa mayoría de
los científicos creen firmemente en su existencia. Las observaciones con
telescopios no muestran los agujeros negros en sí, sino la materia que cae
hacia ellos. A pesar de ello, tales observaciones han revelado la existencia de
astros tan masivos y compactos que solo pueden ser agujeros negros. La primera
imagen «en primer plano» de uno de estos objetos se logró en 2019 (véase la fotografía), y sus propiedades
cuadran a la perfección con las predichas por la teoría de Einstein.
Con todo, el mayor avance en
este campo desde que Sagan publicara su libro probablemente ocurriera en 2015,
justo cien años después de que Schwarzschild encontrara su solución. Aquel año,
el experimento LIGO logró la primera detección directa de ondas
gravitacionales, perturbaciones del espaciotiempo causadas por grandes
cataclismos astrofísicos. Según todos los datos, corroborados en numerosas
observaciones posteriores, aquellas ondas procedían de la colisión de dos
agujeros negros en una galaxia distante.
¿Por qué es tan importante todo
esto? Al igual que el átomo de hidrógeno fue la pieza que ayudó a revelar los
secretos de la teoría cuántica, hace tiempo que los físicos teóricos creen que
los agujeros negros serán la pieza que les ayude a entender el funcionamiento
cuántico de la gravedad. Hasta hoy, las observaciones astrofísicas no han
bastado para estudiar con detalle las propiedades de los horizontes de sucesos.
Pero puede que, gracias a las ondas gravitacionales y otros experimentos, en un
futuro estas dos grandes líneas de investigación comiencen por fin a converger,
aunque sea tímidamente. Estoy convencido de que a Sagan le hubiese encantado
verlo.
Bibliografía
(1) Stephen Hawking, 2013. Historia del tiempo: Del big bang a los agujeros negros. Crítica (edición
especial 25o aniversario).
(2) José
Luis Fernández Barbón, 2014. Los agujeros negros. Catarata/CSIC,
colección ¿Qué sabemos de?
(3) Roberto Emparan, 2018. Iluminando el lado oscuro del universo: Agujeros negros, ondas gravitatorias y otras melodías de Einstein. Ariel.
(3) Roberto Emparan, 2018. Iluminando el lado oscuro del universo: Agujeros negros, ondas gravitatorias y otras melodías de Einstein. Ariel.
(4) Steven S. Gubser
y Frans Pretorius, 2019. El pequeño libro
de los agujeros negros. Crítica.
Ernesto
Lozano.
Doctor en física teórica.
Editor de Investigación y Ciencia.
Un cordial saludo. Con respecto al problema cosmológico acerca de "Singularidad en los eventos de colapso gravitacional de los agujeros negros", se puede demostrar, en base al Principio de Equivalencia de la T.G.R., y la naturaleza física real del Espacio-Tiempo, que:"tal evento de la Singularidad NUNCA ocurre porque la propia magnitud de la fuerza de gravedad en la región cercana al centro de un agujero negro incrementa la Densidad Energética del E-T en una magnitud tal que ni las radiaciones ni los cuerpos involucrados en el colapso pueden continuar desplazándose por este tejido de E-T de tan alta densidad energética, de manera que entonces el estado final de un agujero negro es un volumen FINITO de E-T de muy alta densidad energética y en cuyo interior se encuentran inmóviles los cuerpos y radiaciones involucrados en el colapso" (!?)
ResponderEliminarGracias por el comentario José Alberto, intentaré hacerlo llegar a Ernesto.
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